Breves recuerdos de Borges
Muchos fueron los llamados, mas pocos los escogidos para acompañarlo personalmente hasta el Hotel Bolívar donde se alojaba, hotel que jamás pensé que el tiempo iba a reducir sus elegantes salones elitistas a populares restaurantes al paso. Fuimos acompañándolo: Alfonso La Torre y yo, sin pensar tampoco que ALAT se iba a morir tan temprano y tan dramáticamente.
Borges me tomó del brazo, porque ya la luz solía escasear en sus ojos mientras su equilibrio lo confiaba a un bastón que de joven debió haber sido una desprevenida rama de roble. Asi fuimos cruzando las calles hasta que nos detuvimos al llegar al Jiròn de la Uniòn.
-¿Por què no continuamos?- preguntò Borges.
- Porque el semáforo está en rojo-, le contesté y nunca me imaginé que eso iba a darle motivo para una de sus singulares reflexiones. En la librería de Mejia Baca había hecho referencias a que nada en la vida es absoluto ni siquiera la libertad individual de la que tanto se habla.
- ¿Ven, ustedes? -dijo Borges como preguntando- la luz de ese semáforo ha coactado nuestra libertad, no podemos seguir caminnado.
Borges, un mal recuerdo.
Para mí, Borges es un mal recuerdo, es decir, nunca me imaginé que yo iba a jugar un papel personal tan decepcionante frente a Borges; me comporté sin inecuanimidad, falto de profesionalismo.
Una hora estuve frente a èl y toda la hora me pasé pensando en cómo era posible que estuviera frente a él, a un genio de la literatura universal. Me parecía mentira que fuera Borges, el escritor argentino, el que se prestaba para mis preguntas inhábiles. En general, más me interesaba verlo actuar, ver sus ojos casi inmóviles detrás del cristal de sus lentes sobre gruesas monturas, su nariz respingada, su cabello cano, sus manos con venas abultadas y su respiraciòn inaudible, su forma de beber; eso me preocupaba mucho más que conocer lo que pensaba sobre la literatura o la vida.
Claro que le hice algunas preguntas nacidas de la improvisaciòn pero no del càlculo. No me comporté como un reportero principante que todo lo quiere saber y lo mide para que la entrevista no le salga despreciable. El hálito, el tono de su voz, su parsimonias, su quietud, me importaban más que sus respuestas.
Así fue
Tal como lo escribí en esos años, ante su cordial ofrecimiento, “pedí té, mecánicamente, porque lo que más me preocupaba era saber a qué Borges iba a entrevistar: si al que arrastraba la costumbre del “five o clock tea” porque venía de ingleses, o al otro, al autor de algunas páginas vàlidas para la inmortalidad”.
- “Y, bueno, siéntese y conversaremos, para qué va a preocuparse. Después de todo, los dos Borges están en sus manos, con sus afinidades esenciales y sus diferencias. Aquí tiene Ud., al Borges que dicta conferencias y enseña inglés en la Universidad de Buenos Aires y al otro, al íntimo, a quien yo no he de sobrevivir. Aquí, tiene Ud., al resignado, al que…
- ¿Resignado con qué?
- Con el primero, con el perdido en la realidad.
- ¿Perdido o evadido de la realidad?
- Y, bueno, evadido que esa es también una forma de la realidad, ¿no
María Esther, vos que decís?.
No estaba María Kodama sino María Esher Vásquez, era su secretaria. Ella volteó su cabeza alborotada –como escribí entonces- y le retrucó a Borges: “Y yo ¿qué tengo que contestar –le replicó tiernamente- vos sos el que tenés que dar la respuesa”.
El mundo fue y será una porquería…
Eran los días en que los pueblos buscaban definiciòn en las palabras y en los hechos para mejorar su vida. Palabras, como revoluciòn, insurgencia, cambios, burguesìa, imperialismo, ricos y pobres, estaban de moda.
- “Y bueno, yo soy burgués –dijo Borges- , y no me avergüenzo de serlo. Nosotros somos como un sandwich al que aplastan los ricos de arriba y los pobres de abajo. Qué desigual es este mundo., -se quejó no por su incipiente ceguera-. Ahora, un portero gana más que una enfermera y una enfermera gana más que un médico. Al final, más valor tienen los diplomas de los analfabetos que…”
No terminó su frase pero era fácil completarla. Eso sucedió en la década del 70. Han pasado treinta años y las cosas, socialmente, siguen igual, o peor. Aquí, congresistas, por ejemplo, ganan más que diez obreros de construcciòn juntos y más que cien campesinos juntos. Y ¿qué hacen los congresistas?. Nada. Podríamos emplear un adverbio preciso y completar la frase “no hacen absolutamente nada”.
Claro, puede salvarse alguno al que más le interesam sus electores más que su barriga, pero esa es la excepciòn de la regla. Y eso sì, unos cuantos se pelean a muerte por mantener los privilegios de la ley 20530 para que cuando se jubilen sigan mamando las ubres de la naciòn hasta extinguirlas.
O sea que “el mundo fue y será una porquería, ya lo sé,/ en el 506 y en el 2000 también.../”, como dice el tango argentino, sí, la sabia voz de un compadrito de Boca acompañada por algún bandoneón silvestre y recopilado en alguna página vàlida para la historia por el célebre ciego del Aleph.
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