HEMINGWAY, INOLVIDABLE
Cumpliendo con el ofrecimiento que le hice el 4 del presente en la Feria Internacinal del Libro, me es grato remitirle por este medio, copia del trabajo que usted publicó después de conocer a Ernest Hemingway.
Atentamente,
César Castillo
(Ex-alumno ENAE)
HEMINGWAY:CIENTO DIEZ AÑOS
Por Manuel Jesús Orbegozo
Si Ernest Hemingway no se hubiera matado de un certero disparo de escopeta hace varias décadas, en estos días del 2009 estaría cumpliendo 110 años de vida. De repente, se le podría encontrar en Key West tomando el sol del Caribe, hundido en un sillón de mimbre, rodeado de cientos de gatos calentando sus musculosas pantorrillas de andarín.
Conocí a Hemingway hace varias décadas. Luego de conocerlo nunca encontré un periodista como él. Era prototípico, enorme, franco, escribía vigorosamente, era muy humano y, sobre todo, un hombre de mundo en el más mundano sentido del término.
Le gustaban los toros y las mujeres, los animales feroces y las crónicas. En su casa de Key West -que visité después de su muerte-, había numerosas cabezas disecadas de leones y emús, y mucho tataranieto de los 48 gatos que dejó y, entre su sala de estar y su dormotorio, las pieles de tres tristes tigres.
A los periodistas nos dejó una exquisita receta de cocina: nunca escribir párrafos de más de 25 palabras. "Es lo mejor que aprendí en la redacción del Kansas City Star", dijo alguna vez, recordando sus días de periodista policial. Para muchos de nosotros, esa declaración es ley.
Conocí a Hemingway en Cabo Blanco cuando vino a pescar el merlín blanco para ilustrar la película basada en su novela, El viejo y el mar, lo que le dio el Premio Nobel. En aquella caleta norteña, que cobijaba casitas de cartón habitadas por pescadores de bronce, Hemingway nos dictó una gran lección humana.
No bien llegó al hotel del Club de Pesca de Cabo Blanco, el gerente, un tal gringou Plater, prohibió que ingresáramos los periodistas que habíamos viajado desde Lima expresamente a entrevistar a esa pieza mayor de la fauna periodística mundial.
El gringou Plater ordenó: "no entragr nadie". El gringou Hemingway contraordenó: "entran todos".
Entonces, los periodistas limeños entramos como potros a una pradera o toros bravos a la Plaza de Acho. Lo rodeamos con libretas y lápices en mano. El viejo periodista nos abrazó, conversó con nosotros, nos contó algunos trozos de su asombrosa novela personal y, finalmente, nos firmó autógrafos.
Jorge Donayre Belaúnde, de La Prensa; Mario Saavedra Pinón, de El Comercio; y Manuel Jesús Orbegozo, de La Crónica, después de haberlo conocido, creimos haber tocado el cielo con las manos. Donayre escribió en su diario: "La hondura de su talento, los fulgores de su notable personalidad nos cautivaron a los 2 minutos de haberlo conocido"; Mario Saavedra escribió: "Es más un personaje de leyenda que un simple escritor" y yo no recuerdo que escribí, pero debieron ser maravillas. Hemingway nos impactó tanto a los tres que desde entonces, sellamos una amistad fraterna. Una pena que la terna se haya desbaratado con la lenta muerte del involvidable Jorge Donayre, "El Cumpa".
Y, qué le regalamos a Hemingway? nos preguntamos, entonces, de puro gusto, mientras picábamos tiradito de pescado con yuca en una chingana local. "Un pisco", propuso Jorge a sabiendas de que a Hemingway le alocaba el trago. El mismo Hemingway nos había contado que en su casa tenía en sus bodegas rumas de botellas de whisky.
Le compramos una botella de pisco y yo escribí en un rincón de la etiqueta:
Mientras lloren las uvas /
yo beberé sus lágrimas,
el final de un soneto del poeta bohemio Martínez Luján. Jorge dibujó un merlín negro saltando en el mar de Grau y entonces, le donamos la botella. Cuando al siguiente día nos volvimos a encontrar con el periodista, le entregamos el néctar de los dioses. "Ou, piscou", dijo él y sonrió como un conejo.
Al tercer día nos volvimos a encontrar con él. Antes de que empézaramos las preguntas, él nos dio cuenta de su fechoría: "Ya me bebí las lágrimas", nos dijo en perfecto castellano.
Estuve muy cerca a Hemingway, en altamar, cuando un día abordé la lancha de Mary Welsh, su mujer, para poder ver de cerca sus movimientos de oso rojo, sus internos goces mientras pescaba, pero también su trato con las gentes. Entonces, me dí cuenta de que Hemingway era un gran tipo, muy simple, muy humano. Fui aprendiendo, -a partir de él-, que la vanidad de creer que vamos a cambiar el mundo, es lo peor que nos puede pasar a los periodistas soberbios; es peor que la lepra.
Hemingway se hizo famoso, pero pareció no darse cuenta de que era famoso. Seguía siendo el mismo mujeriego, el mismo hombrón, el mismo tipo eminentemente enamorado de la vida y de la muerte. Justamente, cuando le pregunté qué pensaba de la muerte, me contestó que era una prostituta más porque se acostabs con todo el mundo.
Más que sus novelas me gustó siempre su estilo periodístico donde la claridad, la concisión, la precisión y la brevedad son pan del día, están inscritas como su nombre en una tarjeta de visita.
Admiraba su amor a la aventura, tanto que intenté aun conocer el monte Kilimanjaro, en Kenia. Cuando fui a Kenia, no pude llegar hasta el lugar donde se estrelló el avión en el que viajaba y de cuyo accidente salió ileso, porque era una especie de gato de siete vidas, pero, me contenté con ver la silueta de la montaña ardiendo de susto bajo el desaforado sol del Africa.
En Key West fui a inventariar exhaustivamente los rincones por donde transitó. En dicha ciudad funcionan numerosos bares donde figuran letreros que dicen. "Aqui estuvo Hemingway". Solo, en uno solo de ellos, hay un letrero que dice: "Aquí, nunca estuvo Hemingway". Por eso andaba medio lleno.
Los bares estaban empapelados con las crónicas de Hemingway también de las diatribas escritas contra él. Porque en la vida, no todo es color de rosa. Los hombres públicos están sometidos a la dura ley de la oferta y la demanda. Felizmente, Hemingway fue boxeador y hasta desdobó su capote en las tientas que ofrecía su amigo Luis Miguel Dominguín. Hemingway fue un gran crítico de toros, tanto que escribió claramente que Manolete no entraba bien a matar.
En fin, más de cien años estaría cumpliendo este año el viejo Hemingway si no hubiera interrumplido de un golpe de upercut violento su presencia en el ring de su vida. No se sabe si fue inteligente o no al eliminarse, porque el futuro que nos espera a todos es impredecible. Por ejemplo, podría ahora estar inválido, con artritis deformante o con mal de Alzeimer igual que el pobre Reagan que no sabía ni qué comia hace cinco minutos.
Cuando le pregunté cuál era su mayor éxito, el viejo Hemingway me contestó: "Durar". El sabía exactamente hasta cuándo quería durar, de tal manera que cuando la vida ya no le apetecía, cogió su escopeta y se disparó certeramente un tiro en la boca.
No sé si en su tumba se lee el epitafio que él mismo recomendó que le pusieran: "No me despierten porque estoy durmiendo".
......
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