EL MUNDO, UN DÍA

Blog del Periodista Manuel Jesús Orbegozo. Este blog se mantendrá en línea como tributo a quien con su pluma forjo generaciones de periodistas desde la aulas sanmarquinas. MJO siempre presente.

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Location: Lima, Lima, Peru

Primero, recorrió todo su país en plan informativo, y luego casi todo el mundo con el mismo afán. Por lo menos, muchos de los grandes sucesos mundiales de los últimos 30 años del siglo XX (guerras, epidemias, citas cumbres, desastres, olimpiadas deportivas, etc.) fueron cubiertos por este hombre de prensa emprendedor, humanista, bajo de cuerpo pero alto de espíritu, silencioso, de vuelo rasante, como un alcatraz antes que de alturas, como un águila, por considerar que la soberbia es negativa para el espíritu humano. Trabajó en La Crónica y Expreso, y más de 30 años en el diario El Comercio como Jefe de Redacción, luego fue Director del diario oficial El Peruano y como profesor de periodismo de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos lo sigue siendo aún después de 30 años seguidos. Esta es un apretada síntesis de la vida de un periodista hizo historia en el Perú y en muchos de quienes lo conocieron. Puede además ver su galeria fotográfica en http://mjorbe.jalbum.net Nota: MJO partio el 12 de setiembre para hacer una entrevista, la más larga de todas. MJO no se ha ido, vive en cada uno de los corazones de quienes lo conocieron.

Wednesday, February 02, 2005

EGIPTO INOLVIDABLE

todos deberían conocer El Cairo

Desde todo punto de vista, pocas ciudades edificadas sobre la curtida piel de la tierra pueden ofrecer un espectáculo tan fantástico como El Cairo. En El Cairo se pueden ver las dos caras de la medalla del mundo, de la historia, de la naturaleza del hombre, de la filosofía de la vida.
Caminando por la orilla del Nilo, puedes observar los hoteles más suntuosos a un lado, tanto como al otro lado, las casuchas más miserables. El Meridian, por ejemplo, es un hotel tan especial que tiene hasta su propio puente sobre el río, y El Marriot, es tan lujoso como un palacio miliunanochesco; su arquitectura y esplendor son faraónicos.
Sin embargo, la parte de la vieja ciudad es casi tétrica.
Ninguna ciudad turística del mundo puede tener más hoteles de primera categoría como el El Cairo. A grosso modo se puede afirmar que hay unos 20 hoteles de 5 estrellas, otros 20 de 4, y otros 20 de 3 estrellas. Los hoteles de menos estrellas ya ni se toman en cuenta, son como las que hay en el cielo.
Pero, si te desvías hacia los alrededores, entonces, te sorprende la humildad de sus viviendas populares. Estas son de un material parecido al adobe, de dos pisos, pegadas la una a la otra como para abrigarse o no dejarse caer. Son muy pobres y eso sí, a menudo, cada cual tiene balcones demasiado parecidos a los moriscos balcones limeños. Se levantan formando calles angostas, sinuosas, oscuras –casi sórdidas– y muy sucias.
La ciudad se ha desbordado como obedeciendo a ese fenómeno moderno de las migraciones urbanas, y en verano hierve la gente como en una gran sartén que la brisa del río ya no es capaz de refrescar. En invierno, el río es contraproducente; pareciera estar de más.
Si te empinas sobre tus propios hombros, encuentras un horizonte de aguzados minaretes o hermosos adornos de las antiguas mezquitas donde humillaron sus testas los viejos visires y califas; al atardecer la visión es distinta, parecen erizados misiles o antimisiles como realmente lo son, pero no armamentos made in USA para la guerra, sino armamentos construidos para la fe.

Los cairotas, que son árabes y musulmanes en su mayoría, son tan amables que dejan sus quehaceres por enseñarte una dirección. De acuerdo a las leyes del Corán no deben robar y deben ser fraternos y por eso, puedes caminar tranquilo a cualquier hora del día o de la noche. Es muy raro que alguien intente rebuscar tus bolsillos o tu cartera, aunque no ha de faltar quien tenga curiosidad por saber cuántos dólares llevas contigo.
Los musulmanes no beben licor; si alguien bebe, lo debe hacer a escondidas como los hindúes que a escondidas, se matan una que otra vaquita sagrada para confirmar que toda regla tiene su excepción. Cuando llegas a un restaurante cualquiera, lo primero que hacen es poner sobre tu mesa, una gran garrafa de agua. El agua es la bebida por excelencia. En las calles, es posible encontrar enormes cántaros de agua gratuita de donde puedes beber hasta calmar tu sed de peregrino y seguir tu camino.
En las interminables avenidas ribereñas, hay parejas de amantes que conversan y que no se manosean, ni se besuquean, ni se excitan gratuitamente como hacemos los pertenecientes a esta glamorosa cultura occidental y más aún en los pobres países tercermundistas de América Latina. Los cairotas apenas si se cogen de las manos y se juran amor ante la Torre de El Cairo, un viejo rito.

La ciudad que tiene color del polvo, que está hecha realmente de polvo viejo y endurecido de los tiempos como para cortarlo con cuchillo, está llena de unos barcitos muy singulares donde se reúnen los hombres a jugar dominó o a fumar de una manera muy original. El tabaco remojado en azúcar es colocado en la “marhila”, enrevesado aparato que tiene un pequeño brasero conectado con una cachimba por donde el fumador inhala el humo que antes ha pasado por una larga manguera y una garrafa de agua. Aparato que parece un alambique, incómodo, pero eficiente para eliminar la nicotina. También, allí beben té muy cargado y con mucho azúcar, tal vez como una manera de endulzar la vida.
Esto, porque la vida de los egipcios no parece ser muy feliz. En todo caso, tan feliz como cualquiera de los que vivimos en estos nuestros sombríos países del Tercer Mundo. Hace años que los cairotas soportan los mismos males que todos los que cargamos Deudas Externas impagables, miseria, enfermedad, ignorancia y muerte. En Egipto, de cada mil niños que nacían vivos (estadísticas de 1991), irremediablemente morían 108, mientras la esperanza de vida era de sólo 61 años. Egipto tenía apenas un médico para cada 30 mil habitantes, aunque su ejército sobrepasaba los 400 mil hombres.

Pese a estos tristes datos, todo el mundo debería conocer El Cairo.

Historias de ayer y hoy
Aquí, se codean la vieja historia de los faraones rutilantes con la moderna de los jeques kuwaitíes del petróleo y los fellah o campesinos del Nilo; se hermanan los Mercedes Benz último modelo, con los camellos del desierto o las vulgares carretas de carga haladas por unos burritos mediocres o mulas envanecidas por el mito, con los Boing 707 de la Egipt Air.
Dije que, en general, en el mundo árabe o musulmán, nadie se anima a robar a nadie, salvo una excepción que es universal: a los taxistas. Cuando te ven que dudas para pagar una carrera, los choferes te triplican el precio, mientras más dudas, peor. Pero, esto no sería un robo a la descubierta, sino una leve estafa y eso no parece contemplarlo las leyes del Corán
Hay algo muy desmerecedor en El Cairo: las veredas. Están tan viejas, tan gastadas o desportilladas que la gente prefiere caminar por la pista. Cuando llueve, sin embargo, se forman inmensos charcos que hay que vadear, porque la ciudad no tiene sistema de agua, desagüe ni alcantarillado.

El Cairo está unido a la otra ribera del Nilo o a dos o tres islas intermedias como Zamalek o Giza donde están las Pirámides, por puentes gigantescos, brutales, de cemento armado o de fierrodulce. Desde estos puentes, uno puede ver en las noches el espectáculo de los millares de luces de neón que se reflejan sobre el río, como si algún pintor impresionista francés estuviera haciendo bocetos con crayones de luz fría.
A la entrada de los puentes se apostan carretas pintadas de rojo y rayos azules, para pasear a los turistas; éstas son haladas por caballos enjaezados al más ortodoxo estilo oriental. Mientras unos caballos comen pasto de sus bolsas de nylon atadas al cuello, otros cabecean sueños postergados, y hay algunos pensativos que parecen inconformes con su suerte.
El tránsito vehicular es feroz. Como hay tantos vehículos nuevos y viejos en la ciudad y no hay playas de estacionamiento, los propietarios los dejan abiertos donde lo precisen o haya sitio. El clásico “cuidador” los empujará para atrás o adelante hasta el anochecer en que las calles se empiezan a quedar vacías. Dije que en El Cairo, nadie roba. Este dato no es del todo cierto: según las estadísticas policiales, en uno de esos años, se robaron un automóvil.
Los peatones no tienen miedo a ser atropellados por los vehículos. Caminan por las pistas esquivando a los autos aunque vayan a excesiva velocidad. Los musulmanes tienen la filosofía del fatalismo. Si has nacido para morir atropellado, morirás atropellado; esa no es cuestión tuya ni del chofer, son problemas de Alá. (Alah es el dios del islam y ellos creen a pie juntillas en Alah).

La gama de monumentos de ayer y de hoy que El Cairo tiene para mostrarnos es impresionante e interminable. Están las mezquitas construidas hace miles de años por sultanes de nombres difíciles, todas impresionantes como son las legendarias Pirámides y la Esfinge, que merecen una crónica especial.
A lo largo de todo este siglo, los edificios gigantescos fueron creciendo en la ciudad empujada hacia las afueras; edificios como Ministerios o Bancos nacionales y extranjeros donde se cambia todo tipo de moneda, menos los dínares provenientes de los países árabes en tiempos de guerra. Hay bazares rutilantes, zapaterías donde se encuentran mil estilos, donde cada par de zapatos de hombre o de mujer son un modelo diferente. Cada par de zapatos tiene un adorno singular: un medallón de Nefertiti, una esfinge, una cobra, un ibis, una flor. Por la noche, las zapaterías parecen que van a incendiarse bajo el fuego de sus iluminaciones artificiales.
Las mujeres, cuando se encuentran, nunca se besan en las mejillas como en Occidente, quienes se besan son los hombres. Esta es una vieja costumbre: se dan hasta 4 besos por falta de uno.
Hay múltiples mercados de frutas y verduras frescas como rojas naranjas que abundan, así como de otras menudencias, en las calles, aunque no tanto como en la India o Pakistán o Lima, para no ir muy lejos. Bien, tantos ambulantes como en Lima del 90, finales del 2000, no hay en ningún lugar del mundo por mas vueltas que quieras darle.
El Cairo es una ciudad de sumos contrastes donde la riqueza y la pobreza se dan la mano sin aprehensiones; hay quienes se visten de cuello y corbata y quienes, solamente llevan sus largos trajes de una sola pieza, y turbantes. Las mujeres aldeanas se tapan la cara, pero las citadinas se visten a la moda de París, aunque no hay minifalderas porque Alá no se las perdonaría. O quizás sí. Esto hasta ahora nadie ha logrado averiguarlo.
Cuando se casa la gente rica, –porque también en El Cairo se cuecen habas– entonces, se enjoyan hasta por demás. Los novios y todos los asistentes por muy modestos que sean aparecen como sultanes.
El Cairo es, pues, una ciudad esplendorosa, pero también una ciudad muy gris, muy pobre. Era la tercera vez que visitaba El Cairo, pero salvo las zonas residenciales y lo que se levanta a las orillas del Nilo, lo demás no cambió nada, siempre me pareció hecho con desperdicios de barro o polvo; esto es: de polvo, de todo el polvo acumulado por los siglos. A los sentimentales como yo, esto nos produce una tristeza insondable.

Pero, aún así, todo el mundo debería conocer El Cairo.

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