EL MUNDO, UN DÍA

Blog del Periodista Manuel Jesús Orbegozo. Este blog se mantendrá en línea como tributo a quien con su pluma forjo generaciones de periodistas desde la aulas sanmarquinas. MJO siempre presente.

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Primero, recorrió todo su país en plan informativo, y luego casi todo el mundo con el mismo afán. Por lo menos, muchos de los grandes sucesos mundiales de los últimos 30 años del siglo XX (guerras, epidemias, citas cumbres, desastres, olimpiadas deportivas, etc.) fueron cubiertos por este hombre de prensa emprendedor, humanista, bajo de cuerpo pero alto de espíritu, silencioso, de vuelo rasante, como un alcatraz antes que de alturas, como un águila, por considerar que la soberbia es negativa para el espíritu humano. Trabajó en La Crónica y Expreso, y más de 30 años en el diario El Comercio como Jefe de Redacción, luego fue Director del diario oficial El Peruano y como profesor de periodismo de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos lo sigue siendo aún después de 30 años seguidos. Esta es un apretada síntesis de la vida de un periodista hizo historia en el Perú y en muchos de quienes lo conocieron. Puede además ver su galeria fotográfica en http://mjorbe.jalbum.net Nota: MJO partio el 12 de setiembre para hacer una entrevista, la más larga de todas. MJO no se ha ido, vive en cada uno de los corazones de quienes lo conocieron.

Wednesday, January 26, 2005

UNA ESPECIE DE CALDERA DEL DIABLO

KARACHI, AYER


Estuve en Karachi, antigua capital de Pakistán. Era la primera vez que llegaba a esta ciudad y como no sabía si mi estada sería corta o larga –resultó demasiado larga– el primer día salí a conocer los monumentos nacionales, las mezquitas donde los musulmanes se inclinan a besar el suelo en honor a Alá y terminan quedándose dormidos.
Como se sabe, los musulmanes no tienen imágenes en sus templos porque para ellos resulta imposible hacerse una imagen de Dios. Y para no ofenderlo, prefirieron no hostilizarlo con imágenes. Peor o mejor aún, en la India hay una secta religiosa que también es monoteísta, pero para los sectarios no sólo resulta imposible imaginar a Dios, sino darle un nombre. Llamarlo Jesucristo o Jehová, por ejemplo, resultaría inmensamente ofensivo.

Me tomé una foto frente al mar de Omán montado sobre un viejo camello en primer plano que dobló las patas obediente para la fotografía y para que el muchachito que lo explota cobrara después, unas cuantas monedas de turista pobre.
Después, imprimí numerosas fotos a colores de la abigarrada muchedumbre de una calle central, y fotos de la Refinería de Schwechat donde, por entonces, se refinan 10 millones de toneladas de petróleo provenientes de Irán, según me lo dijo el chofer del taxi que me conducía, y un millón y medio de toneladas del propio Pakistán.
Como mi estada demoró involuntariamente más días, pude ver de cerca la grandeza de la ciudad –antes la capital porque entonces era ya Islamabad– pero, también su pobreza
Karachi me hacía recordar a Calcuta donde la cantidad de mendigos era impresionante. En Calcuta, me seguían sin importarles el tiempo que tomarían hasta llegar a conmoverme. En Karachi, los mendigos no me seguían, permanecían inmóviles. Se podría decir, apelando al humor negro, que muchas veces preferí pasar delante de ellos sin tomarlos en cuenta o, en todo caso, saltando sobre sus cabezas como en una carrera de obstáculos.
Vi mendigos sin dedos, sin manos, sin brazos, sin pies, sin piernas a causa de la lepra o de males congénitos; contrahechos, carcomidos por alguna enfermedad o simplemente deformados por la miseria, pero, así mismo, a viejos o jóvenes a quienes no les faltaba nada. Es que la mendicidad, en nuestros pobres pueblos en desarrollo, es un oficio, no es una necesidad.

A ratos, me parecía que la Naturaleza se había encargado de fabricar hombres especialmente para hacerlos mendigar en Karachi. Un día, a la vuelta del «Garden Road», vi a la media cuadra, a un muchacho en el suelo. Pensé que sería un yoga. Caminé para verlo más de cerca y no era sino una especie de mezcla de brazos y piernas entrecruzados y al centro, una cabeza cuyos ojos fijos apenas miraban las suelas de los transeúntes.
En esas circunstancias, recordaba a Zulfikar Alí Bhutto pretendiendo llenarse de bombas atómicas para tener la paridad con la India. “No importa que mi pueblo coma hierbas, decía, pero debemos estar de igual a igual con la India, porque nos puede seguir agrediendo”.
Pero, Ali Bhutto, el envanecido Primer Ministro pakistaní de esos días, se le veía en la cuerda floja como que caería como un títere al que se le retiran los hilos que lo mantienen vivo. Lo ahorcaron, un poco de acuerdo a las leyes del Corán.
Él decía, por entonces: “Tal vez mi único crimen está en que soy el hombre con mayor capacidad para comprender los problemas nacionales e internacionales de este país, el líder que nuncantes produjo Pakistán, el único que podría conducirlo a buen éxito” ¿De que le sirvió toda esa cháchara de vanidades?
Se le acabaron las pretensiones. “Los Angeles Times” decía que Bhutto tenía los días contados y que sólo muriendo él se volvería a reprimir el tráfico de drogas que en esos años, le costó la vida a unos 200 hombres y la pérdida de unos 200 millones de dólares.

Una mañana doblé hacia un parque donde dormía mucha gente tirada en el suelo. Fue una escena reconfortante, sin embargo, contemplar que las frescas flores de fucsia de colores puros caían en racimos casi hasta tocarle la cara a tanto desdichado; las flores trataban de convertir el drama en una colorida “naturaleza muerta” de algún Van Dyk holandés.
En “Victoria Road Salder” había un aviso sarcástico de Coca-Cola. No siempre bebiendo Coca-Cola se va mejor, en Karachi; al contrario, se va peor. A la vuelta había un mercado popular lleno de mugre donde, en medio de cajones y de gentes que dormían sobre los cajones, se empezaba a descubrir las mercaderías del día: mangos gigantes y ciruelas.
En un rincón, a lo lejos, percibí la sombra chinesca de una cabra y un hombre sentado. Me acordé de Gandhi y me pareció correcto registrar fotográficamente esa escena. Puse el diafragma de mi máquina en 1.2 y me acerqué hasta 5 metros de la escena. Cuando estuve por disparar, el hombre relinchó en su rincón. Se puso furioso. Intentó agredirme. Me asusté y apuré el paso. Debió ser un santón, uno de esos hombres que tratan de purificarse en el sufrimiento. No tenía ropas, tenía cadenas que lo rodeaban por todo el cuerpo, cadenas de perro o de esclavo.

La ciudad se iba llenando de gentes. Una persona entró en la Andrew’s Church, una iglesia que tenía una invitación hipócrita: “All are wellcome”. ¿Qué importaba que todos fuéramos bienvenidos?
Empezaron a aparecer las carretas, aquellas que hacen servicio de taxi, y las motonetas de fúlgidos colores que también hacen servicio, pero más barato; y carretas haladas por caballos o burros pequeños como decir, la mitad de nuestros burros, pero, acá, más fuertes porque tiraban cargamentos enormes. Sin embargo, al atardecer, yo veía a los burritos, como agotados. Donde paraban se quedaban mirando largamente el suelo. Cabeceaban, pero Esopo habría afirmado que estaban filosofando.
La ciudad se iba llenado de más gentes, de minorías nacionales fáciles de distinguir por sus vestimentas, diferentes unas de otras. Los hombres, con sus vestidos de sábana; las mujeres con sus saharis de refulgentes colores, con brillantes de bisutería en las aletas de la nariz o en la frente. Algunas mujeres llevaban el rostro cubierto, mientras otras tenían un velo sólo hasta la mitad de la cara. El chofer de taxi explicó, el primer día, que era una costumbre tradicional que va desapareciendo poco a poco, porque ahora, los hombres son menos celosos que antes.

La caldera del diablo
Ya al medio día, Karachi, era como una caldera del diablo hirviendo de miseria a más de 40 grados en la sombra. El centro parecía una feria ambulante. Casi todas sus calles estaban atestadas de puestos de vendedores pobres donde se podía adquirir desde una “piedra preciosa” a un centavo, como también zapatos, láminas postales, alfombras “persas” o drogas made in Pakistán. El que me vendía postales me ofrecía, por lo bajo, opio o hashish. Pobre hombre desinformado, no sabía que la venta de la droga en todo lo alto, era legal.
Cuando uno se pone a pensar en las características de los pueblos subdesarrollados, de las ciudades, como Karachi o la misma Lima, y los compara con otros, con los de Europa Occidental o los Estados Unidos, por ejemplo, entonces piensa que tal vez, las cosas sean mejores así.
Recordaba Estocolmo. Sucede que en el país que, por entonces, había alcanzado el más alto nivel de vida en el mundo, se aseguraba la vida hasta la muerte y, sin embargo, era el país donde más se cometían suicidios. La juventud buscaba evadirse y se entregaba a la homosexualidad, al lesbianismo, a la droga. Yo le tomé fotos a un joven de 25 años en el momento mismo en que la policía sueca le daba alcance. Bien vestido, bien plantado, bien comido y bien bebido y, no obstante, era apenas un vulgar ladrón de automóviles.
Vi cómo la policía sacaba de su guantera un alambre lleno de llaves con las que el ratero abría cualquier vehículo. No escuché bien las respuestas que le daba a la policía, pero de pronto, eran las mismas que la de ese otro “arribati” a quien le interrogaban los psiquiatras de Upsala. Cuando le preguntaron por qué hacía eso, contestó:
-«Porque me encuentro muy solo». Y lloró ante sus interrogadores.
Por entonces, Pakistán tenía un nuevo gobierno quien, a su vez, había hecho nuevas promesas. Ojalá con él cambien las cosas, decía la gente. Mientras tanto, Karachi seguía igual, esplendoroso con sus mezquitas –la más moderna del mundo musulmán estaba levantada allí– pero, también, su corte de mendigos.

Me interrogaba, ¿para qué invertir tanto en instalar centrales atómicas, en ir y venir a los Campos Elíseos o a Washington cuando ahora la bomba atómica la puede fabricar cualquiera?
Antes, el Club Atómico lo formaban dos superpotencias. Por entonces, había ya 40 países que estaban solicitando su ingreso al macabro Club. Se había acabado el chantaje. ¿Para qué centrales, cuando un estudiante de Massachusetts podía construir por unos cuantos dólares, bombas caseras y baratas de 400 kilos capaces de borrar del mapa a ciudades de 200 mil habitantes?
Al atardecer, cuando el sol doraba el domo de las más hermosas y costosas mezquitas levantadas en todo el mundo musulmán, en los alrededores de la ciudad, como en los descampados del Aeropuerto, los pakistaníes empezaban a reunirse como tribus nómadas y prendían fuego, pero no era para cocinarse algo sino para entibiar el frío descarado de la noche.

Luego –sacaba mis propias conclusiones– ellos no dormirán sobre sábanas ni se taparán con frazadas porque no las tienen, pero sí soñarán con Alá, aunque con toda seguridad, Alá no soñará con ellos.

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