Líbano: Otra vez en peligro
Otra vez el terrorismo pone en peligro al Lìbano. En etos días el primer ministro Rafik Harir, a quien s us connacionales lo apodaban admirativamente: “El Señor Líbano”, fue asesinado. Lo siguiente son algunos de mis rcuerdos de esta codiciada tierra del Medio Oriente:
Cuando era un barril de pólvora
El Líbano seguía sentado sobre un barril de pólvora. La tensa situación que vivía el país era tal que cualquier mal movimiento que hiciera, activaría el fulminante y la dinamita lo haría saltar en pedazos..
Regresaba al Líbano por tercera vez. Recordé que la primera vez, 1969, llegaba de Jordania donde vi cómo los palestinos levantaron sus tiendas de campaña a campo traviesa, en los primeros días de su éxodo obligatorio. Beirut, la capital libanesa era llamada entonces, “La Perla del Oriente” por su deslumbrante belleza natural y su envidiable situación financiera, además de ser puerta de entrada al enigmático mundo árabe. Así la conocí yo.
Visiòn esclobriante
En la tercera vez, Beirut era solamente escombros. El Líbano estaba finalizando una especie de hecatombe. El país había soportado 20 meses de guerra civil –musulmanes contra cristianos– con un saldo de 80 mil muertos, 200 mil heridos y un millón de emigrados: estadística escalofríante.
Habían pasado unos tres años de aquella segunda vez y encontraba ahora un Beirut que no se reponía de sus heridas. Era una ciudad que parecía sumida en el caos total.
Se sabía que estaban vivas sus instituciones, había un presidente de la República, ministros, parlamentarios, etc., pero en la práctica parecía que no los había.
Estuve en Beirut, fresco el secuestro del Encargado de Negocios de Jordania, Isham Mohaisenm, que vivía en el “West Beirut”.
Una voz anónima dijo que los raptores pertenecían al movimiento pro-sirio “Aguilas de la Revolución”. Las “Aguilas” negaron oficialmente el rapto. Los jordanos retiraron a su Embajador de Damasco y dispusieron que los sirios que desearan entrar a Jordania deberían mostrar sus pasaportes, como no había sido tomada jamás. Los sirios acusaron a Jordania de provocar un problema artificial y suponían que esos mismos habían planeado el plagio.
El problema se agravó porque el país no tenía ni ejército suficiente ni policías para disponerlos en las embajadas. Las cabezas de los partidos políticos lanzaron sus opiniones. Se pidió que cada país mandara su fuerza policial. Se les respondió: Entonces, el Líbano sería como la vieja China donde las ciudades eran divididas entre los países que la ocupaban. La opinión fue desechada.
Un acaudalado libanés ofreció sus propios hombres para cuidar la Embajada de Francia. Finalmente, se reunió el Consejo de las Fuerzas de Seguridad Interna y decidió llamar a sus reservistas. Pero esos apenas eran 200. El problema se tornó un fuerte dolor de cabeza porque, por último, el Presidente Sarquis opinó que los secuestros no eran propiedad de Beirut, sino un fenómeno mundial.
Reinaba el caos.
El Líbano estaba en el abandono. Sólo en el centro de la ciudad, las calles estaban limpias. En el resto, todo era basura, escombros, automóviles patas arriba, etc. En la ciudad no había semáforos ni policías suficientes para dirigir el tránsito. La circulación era caótica y presentaba escenas realmente increíbles. Se circulaba a como diera lugar. Si diez vehículos llegaban a una bocacalle, pasaban uno por uno, según la prepotencia de cada cual, de quien llegara primero.
Todo sucedía en medio de un desesperante conformismo, aunque se suponía que un río de ira subterráneo recorría todas las voluntades. Si uno quería regresar de media calle, lo único que tenía qué hacer era regresar de media calle. Todos detenían la marcha y esperaban a que el otro avanzara, retrocediera, avanzara, volviera a retroceder, etc., hasta voltear totalmente. Los corresponsales extranjeros tomaban estos detalles en pequeño como lo que sucedía en grande, en el país.
Beirut era una ciudad enferma de muerte. En casi todos los cruceros se levantaban pequeñas barricadas, rumas de sacos de arena detrás de los cuales se ocultaban dos o tres milicianos que no se sabía a qué bando pertenecían. Los había sirios, libaneses, palestinos, etc., teniendo en cuenta que algunos grandes señores como los Gemayel u organizaciones confesionales, como los shiitas o sunnitas, tenían cada cual sus ejércitos particulares.
Algo peligroso se maduraba en el Líbano, entre otros: la división interna de grupos políticos o confesionales que se odiaban a muerte, la impotencia de Sarkis de poder gobernar, los palestinos que obligadamente habían creado una especie de Estado dentro de otro Estado; todo eso hacía pensar en un cercano final de tragedia griega.
Zonas prohibidas
Los libaneses estaban desesperados y no sabían cómo sobrevivivir, cómo constituir un nuevo Líbano. Había dos fórmulas principales: un Líbano Federal o una Confederación libanesa, ambas rechazadas; la primera, porque exacerbaría los problemas confesionales y, la segunda, porque significaría la partición del país.
En esos días de mi estada en Beirut, nadie podía pasar por una zona llamada Sodeco ni por el puente de “Fuad Chebab”, hermosa vía de evitamiento y de comunicación entre el Este y el Oeste de la ciudad. Tiradores emboscados en los edificios cercanos se complacían en disparar indeterminadamente sin importarles en absoluto, quién podía recibir los disparos. Cualquiera podía caer, peatones o automovilistas. Los periódicos locales informaban sobre el caso como si fuera lo más normal del mundo, ante la impotencia de las autoridades para reprimir esa nueva versión de la “ruleta rusa”.
Sin saber nada del asunto, una mañana crucé por una calle de la zona maldita. Al final de cierta calle interminable, un hombre me hizo señas desesperadas para que saliera de allí, corriendo. “Salga rápido o quiere morir”, me gritó el libanés. Los francotiradores disparaban hasta por gusto.
Casi todos los muchachos, en la ciudad o los alrededores, como Asrafiyet, caminaban portando fusiles o metralletas y era preocupante saber que esos milicianos tenían menos de 15 años. Tan muchachitos y ya estaban jugando con la muerte. Parecía que la vida les estaba de más, les quedaba demasiado corta.
La vida no tenía precio
En la Avenida Mechara El Chory, cruce con la Avenida General Fouad, vi a varios milicianos que apuraban el tránsito esgrimiento sus pistolas, disparando. “Sigan, sigan”, gritaban apuntando con su arma a la cara de los choferes. A menudo disparaban al aire para advertirles que no están jugando. Pero esta escena era algo común.
En las noches se escuchaban tiroteos cercanos o lejanos, ráfagas de metralleta; todos los días se mataba a alguien.
Una noche regresaba al Hotel. Al llegar a la esquina de Rochedein con Dohan, vi a un hombre que movía los brazos como un loco tratando de desviar el tránsito desesperadamente. Me acerqué a ver qué pasaba. Era una caravana trágica.
En uno de los vehículos vi a un hombre boca arriba con sangre coagulada en toda la cara, muerto. En el segundo automóvil iba un muchacho con vestido verde-olivo, de unos 18 años, también muerto. Y en el tercero automóvil, un hombre herido que se quejaba horriblemente, mientras otro hombre estaba de bruces en el piso del asiento trasero; para que cupiera en el carro le doblaron las rodillas y cerraron la puerta. En la espalda descubierta tenía varios medallones de sangre coagulada; había sido ametrallado sin piedad.
Donde la mueerte no era noticia
Al siguiente día compré los diarios para ver con detalles qué había pasado. Ninguno daba razón de nada. Recordé a Robert John, un periodista inglés que años atrás me decía en su oficina de corresponsal: “No te preocupes que aquí la muerte ya no es noticia”.
Cuando un día leí que los israelitas habían bombardeado Tiro, fui a Tiro. Tomé varias fotografías de los daños ocasionados y aproveché para ir nuevamente a Nabatiye. En el horizonte, escondidos los emplazamiento de Saad Haddad quien hacía un buen tiempo se había declarado Presidente del Líbano o por lo menos del sur libanés. Según se había difundido internacionalmente, Haddad, así como algunos otros líderes libaneses cristianos, eran apoyados por Israel en su lucha estratégica para aplastar a los palestinos.
La mecha estaba encendida en el Líbano. Las patrullas militares eran incesantes y de vez en cuando sonaban las ráfagas de ametralladoras que eran contestadas, de inmediato, por los ladridos de los perros vagabundos y lejanos.
Aunque se trataba de una frase hecha, de todos modos, era válida para ese caso: El Líbano estaba sentado en un barril de pólvora que podía estallar en cualquier momento.como que estalló”.
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