POL POT EN MI RECUERDO
El conocido filósofo argentino, Mario Bunge, me preguntó si recordaba la impresión que me había causado Pol Pot. Yo le dije que sí, pero que ninguna en particular.
Le recordé que cuando conversamos en su palacio de Pnom Penh, la mañana estaba despejada; él más bien, estaba atormentado. Pol Pot me pareció un campesino rico o un pequeño burgués kampucheano, no un genocida. No tenía señas de serlo. Sonreía muy levemente mientras conversaba o mejor dicho , no sonreía. Se obstinaba en referirse a Vietnam y clamaba porque lo apoyaran todos los países del mundo; la invasiòn vietnamita era inminente. Eso lo preocupaba y no mis preguntas sobre si era genocida como lo llaman en Occidente, o de cuántas muertes se hacía responsable.
Tuvo tiempo para recibirme cuando los insurrectos internos lo tenian arrinconado. Todo andaba revuelto en el país. Una movida más y !jaque mate!.
Un día, el embajador Ok Sakun, -que era mi guía gentil-, cuando ibamos en jeep a los escenarios de la guerra, me informó que la noche de mi llegada habían asesinado al periodista Malcolm Caldwell, un viejecito inglés autor de un desesperado libro sobre Cambodia. Horas antes, con él y su esposa y dos periodistas canadienses más, habíamos visto una película filmada por cineastas japoneses sobre la conquista de Pnom Penh de manos norteamericanas, por los Khmer Rouge; toda una epopeya.
La cita fue el 30 de diciembre de 1978 y no ob stante el tiempo transcurrido- el rostro de Pol Pot es uno de los pocos que no se han descolorido en mi memoria. Lo tengo registrado perfectamente como en una computadora. No le falta nada: sus ojos oblicuos y su nariz asiática, el óvalo de su cara y sus cabellos hirsutos; recuerdo su tono de voz y su brilloso uniforme verde oscuro con casaca «Mao» cerrada hasta el cuello.
No tengo ningún hilo que me lleve a una madeja de esquizofrenia. Pol Pot no hablaba, como Hitler, a tragantadas, ni me causaba el temor que nos causa ver a aquel nazista aún en las películas. No tenía esa «mosca» hitleriana ni esos bigotazos stalinianos; más bien era lampiño y sobre sus pómulos se reflejaba la luz como sobre dos monedas opacas.
Me aseguró que en toda revolución caen muchos partisanos. Me habló de Napoleón para decirme que Vietnam hacía muy mal en invadir su país porque los invasores siempre tienen mal fin. Aceptó que muchos soldados murieron en la contienda. Ya Mao había dicho que una revolución no es un five o‘clok tea. Pero, dijo que tenía la conciencia tranquila. Estaba esperando la llegada de Kurt Walheim, Secretario General de la ONU de entonces, quien le había prometido quedarse un mes en Kampuchea para constatar el número de muertos y de paso, revisarle su conciencia.
Pero, yo considero imposible penetrar en la conciencia de nadie menos en unas dos horas que es lo que yo estuve con Pol Pot. No podía ajocharlo a preguntas sobre los crimenes que le imputaban porque habría sido inútil, él tenía los cinco sentidos puestos en la invasiòn vietnamita. Me contestaba indiferente, como un monje budista más que como un guerrero khmer.
Cuando me leyó el parte donde le informaban sobre las últimas escaramuzas de guerra, lo hizo sombríamente; el traductor me alcanzó el contenido en inglés, pero, entonces, vi que una nube nefasta le opacó los ojos; parpadeó apurado. Parecía que veía a los invasores entrando por la puerta del palacio donde conversábamos. Entonces, ordenó que dispusieran mi viaje en el primer avión que saliese a China.
Me entregó dos jarrones de laca y una tarjeta de visita. En el sobre escribió mi nombre en francés y «& madam». «Ustedes serán mis invitados cuando triunfemos sobre los vietnamitas como lo hemos hecho sobre los norteamericanos» me dijo mientras me apretaba la mano en la despedida.
Su suerte estaba echada. Veinticuatro horas después, 130 mil soldados vietnamitas, 14 divisiones de tanques apoyados por aviones MIG-19, al mejor estilo nazi, invadían Kampuchea para quedarse allí diez años.
Pol Pot huyó a las fronteras con Tailandia. Años más tarde, cuando yo regresaba de Filipinas después de ver triunfar a Corazòn Aquino, me decidí ir hasta Kao-I-dang, una aldea perdida en los bordes tailandeses; allí estaba Pol Pot.
Fue una odisea. Con un joven médico malasio llegamos clandestinamente hasta los bordes de esa mísera aldea que ni siquiera figura en los mapas; pero una cerca de alambres con superpuas nos impideron visitar a Pol Pot.
En un mercado popular, el malasio y yo almorzamos culebras en un puesto de comida de mala muerte y a mí me atacó un cólico biliar que casi me mata. En Bangkok estuve cuatro dias hospitalizado, pero nunca me pesó haber intentado hablar con el considerado mayor genocida de este siglo, despúes de Hitler. El profesor Bunge me dijo, como un consuelo, que Pol Pot no fue genocida sino asesino. Yo le pregunté por qué y el me dio una respuesta escolástica.
El caso puede ser que Pol Pot no sea sino un asesino más de los tantos que registra la historia humana, aunque no como Asursanirpal II, por ejemplo, que en Asiria, les cortaba la cabeza a sus enemigos solamente para formar pirámides con cuyas puntas pretendía tocar el cielo.
Como fui el último periodista que habló con Pol Pot, éste es un personaje inolvidable para mí. Lo recordé el día en que murió despreciado, enfermo, maldecido, con su cuerpo y su alma en la mayor miseria humana, y pensé en que nadie sabrá si se fue al cielo o al infierno, porque los designios de Dios, de Alá, de Buda o de cualquier otro dios idealizado por el hombre sobre nuestro destino final todavía siguen siendo un misterio.
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