EL MUNDO, UN DÍA

Blog del Periodista Manuel Jesús Orbegozo. Este blog se mantendrá en línea como tributo a quien con su pluma forjo generaciones de periodistas desde la aulas sanmarquinas. MJO siempre presente.

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Primero, recorrió todo su país en plan informativo, y luego casi todo el mundo con el mismo afán. Por lo menos, muchos de los grandes sucesos mundiales de los últimos 30 años del siglo XX (guerras, epidemias, citas cumbres, desastres, olimpiadas deportivas, etc.) fueron cubiertos por este hombre de prensa emprendedor, humanista, bajo de cuerpo pero alto de espíritu, silencioso, de vuelo rasante, como un alcatraz antes que de alturas, como un águila, por considerar que la soberbia es negativa para el espíritu humano. Trabajó en La Crónica y Expreso, y más de 30 años en el diario El Comercio como Jefe de Redacción, luego fue Director del diario oficial El Peruano y como profesor de periodismo de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos lo sigue siendo aún después de 30 años seguidos. Esta es un apretada síntesis de la vida de un periodista hizo historia en el Perú y en muchos de quienes lo conocieron. Puede además ver su galeria fotográfica en http://mjorbe.jalbum.net Nota: MJO partio el 12 de setiembre para hacer una entrevista, la más larga de todas. MJO no se ha ido, vive en cada uno de los corazones de quienes lo conocieron.

Monday, December 27, 2004

Cuentos de Periódico

ALEXANDER, EL RUSO

Estoy muy confundido porque no encuentro la manera de compaginar mi desconcierto. Pese a que hay un ápice de lógica entre lo que acabo de leer en el periódico y lo que me ocurre esta mañana, todavía lo considero absurdo.
No obstante, no intento despertarlo. Llegó anoche en un vuelo directo, Río de Janeiro-Lima; son ya las 11 de la mañana y él duerme reposando la cabeza sobre un raído maletín de cuero negro a manera de almohada, tapándose la cara como para ignorar una pesadilla, hecho un ovillo fetal en el sofá-cama improvisado que le armé en mi consultorio para que restañara su cansancio.
Lo observé, anoche, como cuando trato de diagnosticar un mal de hígado a través del color de la piel y las facciones. Me pareció muy acabado, como si en estos últimos años la vida lo hubiera acribillado. Lo conocí cuando parecía disfrutar de unos 40 años de edad, más 27 que lo he dejado de ver, son 67 años, que no son tantos como para tener esas enormes bolsas de cartero bajo los ojos ni esa cara tasajeada de canto a canto por la ruina.
Era una sorpresa dramática porque 27 años atrás, el ruso Alexander Prokiakov era un alegre vendedor de joyas dudosas en Río y maestro de idiomas a domicilio. Lo conocí en una esquina de Rua do Catete en una esplendorosa mañana de carnaval de la década del 50, cuando esas fiestas no eran tan conscupiscentes como ahora. Corrían, claro, las escolas do samba como ríos eróticos por todas las calles de la ciudad, inundando todos los rincones sombríos con su alegrìa despiada, pero nunca vimos a muchachas quinceañeras masturbándose como ahora al compás de un bayao de ritmo africano o al ritmo de un furibundo samba de diablos.
A pesar de su cansancio y lo alto de la hora, el ruso me dio tiempo para preguntarle cómo le había ido en estos últimos años.
Prokiakov me contó en portugués perfecto aunque con inconfundible acento eslavo, que todo le salió bien y sólo se conturbó hasta quedarse mudo cuando recordó a Madame Olga, su mujer. Ella había muerto en estos últimos meses, tácitamente ahogada en un mar de lágrimas luego de que la URSS empezara a descompaginarse tras la caída de Gorbachov. Madame Olga era una comunista rabiosa, stalinista convicta y confesa y no había podido soportar esa jugada que, a pesar de sus correctos análisis marxistas, no sabía si era una consecuencia lúcida de la historia o una estúpida maniobra de la CIA. Le fastidiaba que los únicos ganadores en este río revuelto de sucesos, fueran los pescadores imperialistas.
En los tiempos en que conocí a los Prokiakov vivían, como viven todos los inmigrantes forzosos, en un departamento muy simple, con la cara al mar de Botafogo, justamente donde arranca la bahía. Solía asomarme a una de sus ventanas y mirar desde allí el panorama de postal formado por Pan de Azúcar, una hermosa metáfora carioca. El cerrito de ese nombre, parecía la punta de un pan de azúcar que todos los días se disolvía lentamente en la gran taza del mar para endulzar el paisaje.
En los días que me dejaba libre la exigente cátedra del célebre cirujano Joao Pitulaga, la familia Prokiakov me invitaba a comer en su casa: camarones saltados, coles remojadas en un vinagre muy rudo, y caviar que nunca dejaba de comprar Alexander en las tiendas importadoras de la Avenida Atlántida sin que jamás supiera de qué maña se valía Alexander para comprar caviar ruso legítimo que era tan caro en Río. Después de los almuerzos o comidas opíparas bebíamos vodka; bebían ellos, porque yo les había advertido que era abstemio; yo bebía guaraná, esa exquisita gaseosa carioca.
Un día, Prokiakov me hizo conocer un poco más los vericuetos de su vida pasada muchos de cuyos tramos intuí muy tormentosos; me confesó que no era ruso sino polaco, nacionalizado brasileño y que estuvo preso, once años, en un campo de concentración siberiana. Después de un tiempo aprendí a creerle todo porque además, tenía documentación exahustiva y en las piernas, hasta dos heridas selladas de combatiente, cuyas cicatrices me ofrecí a borrarlas gratuitamente con el bisturí. Hablaba 9 idiomas, así que en cualquiera que empleara para contarme retazos de su vida, le entendía perfectamente, porque lo sentía sincero; la sinceridad es el idioma más fácil para entenderse en cualquier lugar de la tierra.
Prokiakov fue ganando mi confianza o yo era el que iba ganado la suya a tal punto que una noche me declaró que tenía documentación verídica de los días infames de Siberia, de los prisioneros y de los esbirros que se divertían flagelándolos en los campos de concentración.
Resulta que Prokiakov era pintor egresado de una Academia de Arte de su ciudad natal, junto con muchos pintores, dos de los cuales triunfaron en Europa como discípulos de Mondrián, a quien Prokiakov o mejor dicho, la esposa de Prokiakov, destestaba por burgués. El joven ruso de entonces, arrastrado por la resaca de la guerra tuvo que abandonar el arte de la pintura y cambiar los pinceles por el fusil.
Tomado prisionero, ni siquiera en una batalla célebre sino en una escaramuza ridícula en los alrededores de Stalingrado un poco antes de que capitulara Von Paulus, fue llevado en un tren miserable atestado de cadáveres que tosían sangre y después de 11 días de viaje, como al infierno, lo arrojaron confinado para siempre en una mazmorra de Siberia.
Allí pasó el primer año entre la desesperación y la locura, hasta que al entrar al segundo año de prisión, una luz de milagro alumbró la oscuridad de su vida: dibujar las escenas del sufrimiento de los prisioneros de guerra, en las colillas de cigarrillo que arrojaban los magros fumadores y que él podría rescatar aún de entre la nieve.
Como si se tratara del mejor tesoro de su vida, Prokiakov me mostró enternecido las colillas y me explicó el significado de cada dibujo. No había nada qué explicar porque los dibujos eran muy realistas. Se veía a torpes camaradas stalinianos castigando a los prisioneros, tratando de que ejecutaran obras imposibles o recibiendo latigazos sobre las espaldas desnudas o simplemente agonizando sobre la nieve como escuálidos perros sin dueño.
Lo bueno de los dibujos era que Prokiakov logró captar el ambiente, el espíritu del sórdido mundo siberiano, el dolor de los prisioneros políticos más que prisioneros de guerra, cuyos destinos manejaba el sanguinario Stalin, contra las opiniones de madame Prokiakov que se identificaba stalinista rabiosa.
Las colillas, según declaración intempestiva de Prokiakov, eran consideradas secreto militar, político y estratégico y costaban una fortuna. Me regaló dos de esas colillas una de las cuales, sin perdón de Dios, tiré alguna vez a la basura y la otra la entregué, a instancias de Prokiakov, a Vinicius de Morais, íntimo amigo mío y alto funcionario de Itamaratí con quien el ruso pretendía intimar; y cuando Prokiakov estuvo a punto de desatar el nudo de su historia y dejar al descubierto todos sus secretos, regresé al Perú a una orden desprevenida, forzándome inclusive a cancelar mi curso de cirugía plástica con el famoso profesor Pitulaga.

No volví a saber más de los Prokiakov hasta que 27 años después, Alexander, como digo, llegó anoche de improviso a mi casa y esta mañana, al abrir el periódico, en la página internacional leo con inmensa sorpresas que “el espía ruso Alexander Prokiakov ha desaparecido de Río junto con sus dibujos de Siberia en colillas de cigarrillos y otros secretos estratégicos. La INTERPOL lo busca afanosamente; se supone que ha escapado del país con pasaporte falso, etc”.

Ahora, no sé si despertarlo para que me cuente la verdad de lo que ocurre o antes, denunciarlo a la policía, como sería de ley.

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