EL SRI LANKA QUE CONOCÍ
Imposible, por ejemplo, frenar un terremoto por más mínimo que sea, un ciclòn lo más apacible que arreciara, menos aún una tempestad mínimamente pasajera.
Lo está demostrando hasta por demás el maremoto que acaba de sacudir el sudeste asiático ante cuya hecatombe el mundo se encuentro paralizado.
Según las referencias periodísticas, la rotura de una placas en el fondo del mar regional ocasionó un maremoto que de pronto convirtiò las orillas de una regiòn paradisiaca en un infierno implacable.
En varias oportunidades, recorri las zonas castigadas por la violencia de las aguas y mis apuntes coinciden en señalar que se trataba de playas y paisajes paradisíacos. Recuerdo, por ejemplo, Sri Lanka. Cuando me acercaba en las mañanas a presenciar el embarque o desembarque de las lanchas pesqueras artesanales y ver el regocijo de los pescadores en sus rostros tostados por el sol y la mansa brisa, las escenas eran de acuarela: el cielo era límpido y el mar como en taza de agua celeste sin turbulencias ni el más leve presagio de desastre. La arena amarilla y menuda era levemente lamida por las olas mientras las palmeras se balanceaban ante el impulso de vientos imperceptibles.
Alguna vez llegué a visitar ciudades pacíficas parecidas al Eden como que estaban gobernadas por estatuas de Buda u otros dioses de los ceilandeses. Recuerdo que había un Buda dormido en piedra y otro, gigantesco de cemento armado, que hasta entonces creía que era el más grande del mundo.
Toda la regiòn era hermosa, Malasia e Indonesia; las playas de Tailandia parecían haber sido hechas por Dios para el recreo y el turismo. De Europa, del Japón y de otros países de todo el mundo llegaban miles de turistas hombres y mujeres a gozar del paisaje y del clima.
Nunca me imaginé ni por un instante que en las entrañas de la Tierra, la Naturaleza convertida en demonio andaba preparando una terrible jugada: una mañana moviò apenas una placa en el fondo marino y las ciudades y los hombres, como en gigantescos tableros de ajedrez, se desbarataron incontenibles en la superficie.
Las escenas que el satélite transmitiò de inmediato fueron aterradoras, las siguen siendo, porque cada vez uno se apercibe de la incontenible furia de la Naturaleza. Miles de personas que esa mañana, ajenas al desastre realizaban sus quehaceres cotidianos, no presumían jamás que estaban viviendo los ultimos instantes de sus vidas. La Muerte no respeta nada, los viejos y los niños han sido sus piezas preferidas.
Ojo: El Perú también está situado en una zona todavía inestable. Los geólogos le llaman las Plazas de Nasca y, por lo tanto, sobre nuestras cabezas pende un desastre que ojalá no sea jamás ni lejanamente tan devastador como el de Sri Lanka.
El hombre continua inventando. Todos los días aparece uno y otro nuevo invento. Pero, como decía Edison, nada que sirva para frenar las iras de la Naturaleza. Nada nos puede salvar de una catástrofe natural por mínima que sea. No obstante, el hombre no deja de ser soberbio o altanero; muchos de nosotros nos consideramos los reyes del mundo.
De pronto viene Dios o la Naturaleza y de un solo manotazo nos hace ver que debemos ser más humildes porque en la vida, según el Eclesiastés, todo es vanidad de vanidades y solo vanidad.
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