Cuento de periódico
El Líder me dio la bienvenida, me abrazó y compartió conmigo la manzana del paraíso que estaba comiendo. Vestía una camisa gris gastada, muy gruesa y un saco descolorido y descansaba en su sala-comedor-escritorio-cocina, con libros empastados y grandes fotos de su joven mujer y de sus hijos; y la foto aldeana de Juan Pablo II a todo color exornando media pared. Desde una ventana esquiva se veía una parte del barrio de trabajadores de Gdansk, oculta tras un cristal vergonzozo.
¿Cómo llegué hasta su casa a orillas del mar Báltico, y cómo, hasta él, cuando él era un hombre vigilado al milímetro por la policía secreta y yo no tenía ni la menor intención de conocerlo?.
No alcanzo aún a explicármelo.
Recuerdo que yo viajaba como turista embarcado en Viena con destino a Varsovia a visitar a un amigo de profesión, el arquitecto Wladyslaw Gomulka, nombre idéntico al del secretario general del Partido Unificado de su país, lo cual le ocasionaba serios contratiempos.
Conocí a mi colega cuando volábamos de París a Hong Kong, a un congreso mundial de arquitectura, sin pensar que esa amistad de viajeros se convertiría en perdurable. Cuando él pasa por mi país, lo primero que hace es visitarme, se aloja en mi casa y compartimos dos o tres días de irreprochable amistad.
Luego de Varsovia, visitaría Lodz (se pronuncia “Luech”, me enseñaba sonriendo) y Chestokowa. Me interesaba conocer la célebre Universidad de Lodz y luego, poner un exvoto a los pies de la Virgen de Chestokowa, por encargo de mi madre. Ella, a quien amo tanto, me había recomendado que ahora al regresar a Polonia, no dejara de visitar a la Virgen de Chestokowa, como en Praga, visité al inefable Niño-Dios, (imagen de mi infancia adorable). "Es la única virgen negra que hay en el mundo y te hará el milagro que le pidas”, me recomendó mi madre cuando la besé en la frente como lo hacia siempre en mis despedidas. Por vanidad de hombre es que esa vez no le pedí a la Virgen el milagro que necesitaba
El tren en que viajaba, se detuvo en la estación de Katowice.
Yo iba ordenando mis apuntes sobre la belleza insólita de los imponentes Montes Cárpatos, cuando subió una hermosa muchacha de 20 años. Llevaba una maleta pequeña y un bolso ligero que parecía contener apenas un necessarie y un pañuelo. Vestía un traje de lana gris hasta la rodilla, botas a la altura de la pierna, inventadas sólo para las polacas, y un grueso sacón de piel de nutrias jóvenes.
Yo ocupaba el asiento No. 042P, coche No. 0011, según el boleto que hasta ahora conservo, y cuando ella entró, no había ningún pasajero, sólo estaba yo e iba abstraído en ordenar mis apuntes; no presté atención pero cuando levanté los ojos, ya no recuerdo por qué, me encontré de golpe con sus ojos celestes que me miraban desde un rincón del asombro.
Me turbé. No atiné a salir del momento azorante, sentí como si de pronto me hubiera colocado ante un juez de quien dependiera mi vida o mi muerte. Ella me sonrió templando las comisuras de sus labios de trazo y grosor perfectos, y a mí no me quedó sino sonreirle atolondrado y saludarla como saliendo chamuscado de un incendio. Creí que se trataba de la reina de un cuento infantil.
Empezamos a conversar en alemán que ella lo hablaba mejor que yo, por lo menos su entonación era perfecta. Me enteré de quién era, qué hacia y a dónde iba. Digo que su alemán era perfecto porque cuando un policía polaco entró a pedirnos los pasaportes, ella le habló en alemán, siendo polaca. El policía pareció no percatarse de esta falta de identidad, aunque creo que no entendió nada o se hizo el que no entendió porque cerró el pasaporte aparentemente sin ver las anotaciones sobre la vigencia de las visas ni tratar de mirarle el alma a través de los ojos.
Yo le alcancé a la muchacha un poco de mi historia apurada de los años recientes, de mi estúpido divorcio de Leila, (¿qué estará haciendo Leila, por amor de Dios, qué habrá hecho en estos 2 años de separación?) después de doce tormentosos aunque inolvidables años de casados; y ella, igual, me habló de su soltería, de sus amores con un diplomático alemán y de sus estudios de ciencias políticas en Bohn; describimos nuestros itinerarios que no eran absolutamente coincidentes, sino absolutamente opuestos por el vértice, cuando de pronto, ella dejó su asiento y pasó a sentarse a mi lado.
La acción me tomó de sorpresa, fue como un asalto de guerra. Es cierto que habíamos cambiado frases y miradas insinuantes, y hasta me aventuraba a pensar que podríamos simpatizar aun más, pero nunca me imaginé que se tratara de una exclusiva atracción física; a mí no me favorecía ni siquiera la ley de los contrarios o de las compensaciones: ella era una reina de belleza y yo, apenas un vasallo cualquiera. Pero, además yo calculé tímidamente, como si se tratara de ocultar un pecado, que yo la triplicaba en edad y todavía me quedaba corto. Ella podría esar en los 20 años exactos y yo mucho más allá de los 60.
No revelaré su nombre en esta historia, sino que la llamaré con el nombre de Zwalena, una de sus mejores amigas, chofer y secretaria general del Sindicato de Choferes de Polonia, según dijo; no osé preguntarle más, porque la indiscresión es madre de todas las guerras.
Pronto me di cuenta de que con Zwalena ya éramos más que amigos cuando pasamos por Brzni, y al atardecer y de pronto, Varsovia, como postal de invierno, difuminada y sombría.
En la estación, cada cual con su equipaje que apenas era de mano, le propuse ir a un hotel; me tensaba esperando el momento en que podría recorrer el paraíso de su piel a pie y acezante a consecuencia del violento romance empezado 12 horas antes; pero, ella prefirió proponerme ir a la casa de un pariente suyo, y presentarme como su marido. Me pareció una idea magnífica: Yo, un pobre mortal tercermundista sudamericano y ella, una indiscutible realeza europea.
En cierto momento me preocupó, notarla azareada cuando dos hombres que se dirigían hacia nosotros, repentinamente, cambiaron de dirección. Ese encuentro frustrado sirvió para sentirme más cerca a ella porque me apretó contra su corazón que latía como un pájaro sorprendido en el granero; me besó apasionada sin importarle el pecado de que le triplicara en edad.
Hacía años que no visitaba la casa de un polaco, como la del señor Gierek, su tío, combatiente olvidado de la Segunda Guerra Mundial y ahora, dedicado a trabajos menores de regencia, según me informó.
Ahí, nos acomodó muy bien en un cuarto que tenía una cómoda, dos sillas de mimbre, un tocador antiguo con espejo ochavado y una cama amplia como el mundo, que era lo que a mí más me interesaba para levar anclas y navegar con el rumbo perdido en un mar de pétalos de rosa. Tenía, también, ventana a la calle por donde se veía pasar fantasmagóricamente a gente apurada y envuelta en sus abrigos de invierno que se difuminaban en un cielo jabonoso; y al siguiente día, palomas delante y cuervos detrás como jugando a los celadores y los policías.
Se había hecho tarde y apenas bebimos una tasa de café que el viejo preparó solícito porque el hospedaje significaba para él un ingreso extra de unos 200 zlotys devaluados, de todos modos, para él, una fortuna.
Ya en el cuarto, Zwalena empezó a desvestirse muy parsimoniosamente y antes de llegar a la desnudez total me pidió que disminuyera los resplandores de la luz. Yo apagué la bombilla del techo y sólo dejé la luz humillante de la mesa de noche. Tal como lo había pensado, Zwalena brotó como una hada en la semioscuridad, como una aparición de hermosura. Al verla, recordé a Vinicius de Morais, un poeta brasileño que escribió “La receta de una mujer perfecta”; yo habría afirmado que el poema fue inspirado en Zwalena si mi amigo Vinicius no hubiera muerto 30 años atrás, sin dejarme ni siquiera una nota escrita como estaba obligado a hacerlo dada nuestra tan cercana amistad.
Nunca antes había visto una mujer tan perfecta en la caída de los hombros a los brazos, en la esbeltez de su cabeza y su torso, en la entrada y salida de las caderas, en lo imponente de sus senos túrgidos donde cada pezón apuntaba apenas como un breve pico de maíz; tan perfecta en sus piernas poderosas y en su lánguida soltura con movimientos de gato. Entonces, rodé con ella sobre la cama porque meterse dentro de las sábanas habría significado una incalculable pérdida de tiempo; no me importó pensar que fuera una loca o una espía que tuviera un revólver o un frasco de veneno para eliminarme después de la orgía, como sucede en los cuentos de Poe o en las películas de Hitchcock.
Nos apareamos como si pretéritos tiempos incalculables hubieramos estado separados y ahora al reencontrarnos, todo nos era deslumbrante. Ya conocía el sabor de su boca, porque pasando Chestokowa le había dado el primer beso, tan apurado como el tren, pero desconocía el sabor de su cuerpo y entonces, sentí como que ya no era cosa mía sino de los dos el haber estado muertos por siglos y que ahora, en la resurección de la carne, todo era tan intenso que sólo nos dimos cuenta de nuestra locura cuando al siguiente día, el medio sol de invierno, como un ujier mezquino, entró por la ventana a informarnos que ya era medio día.
Nos levantamos y fuimos al centro de la ciudad y ella compró el diario cuyas noticias principales, que eran sombrías, me las tradujo, y yo le compré una revista de modas y noté que me amaba cada vez más porque le gustaba que todos nos vieran amarnos y pasear felices y pasado el medio día, almorzamos en un restaurante “self-service”, no suntuoso y donde más bien, servían platos demasiado modestos: sopa de beterragas y una albóndiga grasosa de carne de puerco, arroz fangoso y una papa de vidrio en un rincón del plato como una cosa olvidada. No obstante, éramos felices hasta por ese magro almuerzo.
Decidimos regresar a la casa del tío Gierek para viajar a Lodz, por la noche, cuando inesperadamente tomó una determinción repetina:dejar la casa del tío Gierek e irnos a alojar al hotel Neptuno donde nos registramos como marido y mujer. Luego, varió de opinión: ya no iríamos a Lodz, sino a Gdansk.
Me sentí desconcertado doblemente porque yo no tenía por qué ir a Gdansk ni ella era quien podía determinar mi destino, pero me convenció. A pesar de que me habría gustado ir otra vez a los astilleros y visitar las orillas del mar donde pasean mansos pelícanos orondos, sabía que la situación allí era demasiado incierta, convulsa, y tal vez podríamos terminar presos los dos.
Digo, los dos, porque nos habíamos hecho juramentos de estar juntos en esos días de viaje a sabiendas de que esa especie de tórrido romance de las notas rosas de los periódicos, podría terminar de un momento a otro de la misma forma brutal y repentina como comenzó.
Tomamos el tren y fuimos a Gdansk en un viaje lleno de dificultades, porque el primer trecho lo hicimos de pie en medio de polacos desorbitados y pobres. Es necesario recordar que en esos días, el líder del movimiento de oposición, era un perseguido político a muerte por orden del general Jaruzelski; Gdanks, donde se fundó el Movimiento, que puso en jaque al gobierno polaco, era un soterrado cuartel de operaciones de los sindicalistas que se querían traer abajo al gobierno.
Como digo, fui contra mi voluntad y como una experiencia inédita, como un hombre que había perdido su identidad, incapaz de enarbolar el menor signo de protesta; sentí que quien mandaba en mí ya no era yo sino Zwalena.
Esa mañana desayunamos y Zwalena, mientras arreglaba su pelo en el espejo, me dijo que iba a salir, que la esperara sin precupararme por nada. Me besó levemente para no desbaratar el rouge grocella de sus labios, pero yo cometí el desatino de desbaratarlo; fui reprendido. Zwalena andaba desesperada por salir. Volvió a pintarse los labios de fuego y luego salió corriendo y arropándose el cuello con una elegante chalina de lana gris, porque el viento del Báltico había empezado a soplar con furia salvaje; estabamos ya a 30 grados bajo cero.
La vi que se perdió en la esquina echando bocanadas de vaho caliente y luego me senté en la sala de recibo a hojear diarios locales que no alcanzaba a entender, sólo veía las figuras, una de las cuales me sorprendió; era la de un cazador que había disparado sobre una bandada de patos silvestres. Me conmovió ver a uno de ellos caer en picada, ensangrentado. Me toque el pecho como si el disparo hubiera sido hecho por Zwalena y el herido hubiera sido yo, sentí que caía sangrante como el pato salvaje. Entonces, sonreí de mi desatino.
Esperé desesperadamente mirando el reloj que caminaba como un caracol a menos prisa que antes; llegó el medio día y Zwalena no aparecía, hasta que una señora rozagante que manejaba un pequeño automóvil polaco, se detuvo frente al hotel donde Zwalena y yo estábamos registrados como marido y mujer. Preguntó por mí. Como estaba en el recibidor, me enteré de inmediato de su misión: Zwalena me urgía que fuera a donde se encontraba en esos momentos y yo no dudé de que debería acudir a su llamado; salí rápidamente, llevando una revista del hotel bajo el brazo y pensando, además, en que no había razón para no ir a su encuentro.
Subí al automóvil y después de sortear algunas impávidas luces rojas de los semáforos, llegamos a una calle de policías encubiertos e, inmensamente blanca como si la neblina tratara de amilanar al paisaje o de tender un telón de fondo tétrico para un tercer acto teatral de invierno imprevisto.
La señora me indicó que la siguiera y yo la seguí como un perro fiel porque estaba seguro de que nada malo me podría ocurrir. Se abrió una puerta pequeña en un departamento del segundo piso, volteamos a la izquierda y de pronto, me vi frente al Líder a quien saludé azorado porque yo nunca pedí que me llevaran ante él; nada tenía qué hacer allí ni me interesaba, salvo Zwalena a quien adoraba.
Ella apareció, luego, en bata de casa, con los pies desnudos y como si nada hubiera ocurrido entre ella y yo, se acercó a conversar en voz baja con el Líder; volvio su rostro hacia mí y me pidió que la perdonara por si acaso me hubiera causado alguna desazón.
Zwalena era integrante del Movimiento que intentaba liberar de la tiranía a su país, y residía en Bohn donde recibió una misión importante: conducir mensajes cifrados de políticos alemanes a políticos polacos del Movimiento. Zwalena pasó bien la frontera, pero a partir de entonces tenía que buscar la forma de seguir viaje sin suscitar sospechas, en este caso, como mi mujer. Su trabajo lo había realizado con perfección de experta policía secreta y, porque yo, indavertidamente, me había prestado al juego de esa misión, el Líder me recibía con carácter de extraordinario. Zwalena declaró que me agradecía a nombre de su Movimiento el haberla servido como ángel guardián para que todo saliera perfecto: El Movimiento, que estaba a punto de triunfar, me lo agradecía vivamente.
Zwalena se acercó a mí y me pidió perdón al oido y me afirmó que nuestro romance no había terminado, que no era una farsa, que me amaba a mí y nada tenía qué hacer con el Líder, pero había que poner punto final a todo lo formal hasta después que saliera de Gdanks.
Estaba azorado. Me acerqué a besarla en la cara y decirle adios sin el menor reproche.Vi que en sus grandes ojos polacos estaban empozadas dos enormes lágrimas celestes; yo lloraría después.
El Lider me había obsequiado una fotografía suya con una larga dedicatoria alabanciosa que yo rompí en mil pedazos no bien llegué al hotel.
Durante, muchas Navidades seguidas recibí tiernas cartas de Zwalena enviadas desde el palacio de Gobierno polaco donde desempeñaba una secretería, con largas frases en castellano aprendidas en una “Gramática Suscinta” de Otto Rupert, donde me hablaba de nuestro amor con suma ternura.
Yo seguía en cama, viejo e imposibilitado de viajar por mis crónicos ataques de reuma, pensaba en que nunca más volvería a ver a Zwalena, hasta ayer en que mi amigo Wladislaw me informó que ella había muerto (ayer) en Varsovia pronunciando un nombre en castellano indescifrable para los polacos, pero no para él.
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