Ingratos recuerdos de Chile
Exacto, cuando era el rey, recuerdo lo que nos ocurrió en el aeropuerto de Pudahuel; la represión fue inmisericorde, incivil.
Aunque los policías chilenos no llegaron a agredirnos físicamente, hubo un momento en que nos sentimos vejados por la impotencia de repelerlos, de pagarles su brutalidad con la misma moneda.
En la pista del aeropuerto, en una hora de larga duración, se creó un micromundo parecido a lo que en grande debía pasar en Chile en esos días donde los derechos humanos eran pisoteados como si se tratara de borrar un insecto del mapa social. Y se ignora aún hoy que si esa fuera la comparación, hay trillones de insectos que, teóricamente, como la libertad, nunca van a desaparecer de la faz de la Tierra.
A pesar de que había pasado muchas peripecias profesionales a causa del abuso de la fuerza, tenía pocos recuerdos comparables a lo que me acababa de pasar en Chile. Sólo uno, tal vez el único y más parecido: el de Uganda.
Eran los tiempos de Idi Amin. En Madrid acudí a pedir visa para entrar al país. Lógicamente, me la negaron. Cuando viajamos rumbo a Sudáfrica, recurrí a que me dejaran bajar en el Aeropuerto de Kampala –era el comienzo de la década del 70– para contar que había pisado la tierra de ese ogro negro.
Dieron la orden de bajar y entonces, yo fui uno de los primeros en hacerlo, pero cuando estábamos al pie de la escalera, vino una contraorden y dos furiosos soldados armados hasta con bombas de mano, nos obligaron a subir al avión. Fue una contraorden inesperada. A los cinco primeros que ya estábamos caminando por la pista, nos hicieron regresar y subir apuntándonos a la cabeza con sus metralletas.
Sin metralletas, pero con la misma furia de los negros de Idi Amin Dada, se comportaron los jóvenes policías chilenos, un martes –10 de setiembre de 1986– en el aeropuerto de Pudhauel.
Una aventura histórica
Recuerdo que en esos días recibí una invitación para viajar a Chile acompañando a 28 exiliados políticos. Después de la diáspora del setiembre negro chileno de 1973, un grupo de chilenos repartido en varios países de América, resolvió volver a su país después de 13 años de haber sido arrancado de raíz. Me pareció correcto ser testigo de ese hecho histórico.
Se había trazado un cronograma de viaje. El domingo anterior, todos los de la aventura debían encontrarse en Buenos Aires, como en efecto, todos llegaron a la cita. El lunes deberían tomarse las providencias y el martes, viajar a Chile. Así de simple.
Sin embargo, el domingo sucedió lo impredecible: un atentado terrorista contra el presidente Augusto Pinochet complicó la situación, ensombreció el panorama del retorno de los exiliados. Los diarios bonaerenses informaban que se había empezado una nueva versión represiva: Chile vivía bajo otra etapa de estado de sitio y de terror.
Lógicamente, los exiliados sabían el peligro que significaba intentar su ingreso a Chile. Muchos estaban seguros de que todo sería en vano. Sin embargo, “viajaremos de todas maneras” dijeron en el Centro Cultural “Raul Scolobrini” de Chacabuco 1072, Buenos Aires, donde se reunieron para contarse sus nostalgias y cantar sus cuecas.
La partida se debería realizar el martes a las 10 de la mañana en una nave de Aerolíneas Argentinas. Viajarían 28 y, no lo harían, solamente porque se lo pidieron los mismos chilenos del exilio, no lo harían la viuda del ex presidente Salvador Allende ni su hija Isabel.
El viaje de los exiliados estaba respaldado por un grupo de personajes latinoamericanos. En Buenos Aires, confluyeron parlamentarios, militares retirados de alta graduación, hombres públicos conocidos que se habían comprometido a apoyar el ingreso de los chilenos a su país. Había argentinos, uruguayos, paraguayos, venezolanos, brasileños, italianos, peruanos y de otros países. Entre los peruanos, figuraban Alfonso Barrantes Lingán, Alcalde de Lima; César Delgado Barreto, senador de la Democracia Cristiana; Hilda Urízar, diputada del Partido Aprista; Fernando Arias, miembro del CEN del mismo partido; y Valentín Pacho, Secretario General de la CGTP. Como periodistas íbamos Armida Testino, José Vargas Sifuentes y yo.
Los peruanos prepararon un breve documento que contenía párrafos principistas como éstos: “Al acompañar a los exiliados en su regreso al seno de su patria, reivindicamos, de acuerdo con la Carta de las Naciones Unidas, su derecho a vivir en su país y a contribuir a su desarrollo, dentro de una fecunda pluralidad democrática”, documento que todas las delegaciones avalaron con sus firmas.
Al aeropuerto de Buenos Aires llegamos a las 9 de la mañana donde debíamos embarcarnos rumbo a Santiago en el Vuelo 204 de Aerolíneas Argentinas. Allí encontramos a un grupo numeroso de chilenos que había concurrido a ver cómo empezaba la “Operación Retorno”. Una cantante venezolana entonaba canciones de exiliados acompañada por una guitarra solitaria. Había pancartas: “Adiós al Exilio” y “Viva Chile”, y unas ganas desesperadas de acabar con las formalidades aduaneras para partir.
Hasta que llegó la hora. No hubo lágrimas de despedida, sino alegría, hurras a Chile, abajo la dictadura, y otros gritos. Como no hubo palomas de la paz, los chilenos que se quedaban en tierra nos entregaron a los viajeros, frescos claveles rojos como símbolos de la libertad. Subimos al avión.
Aterrizamos en Mendoza y ahí mismo seguimos viaje. Cuando los chilenos se dieron cuenta de que estábamos sobrepasando la Cordillera, tal vez recordando los rostros del Libertador San Martín y los de sus huestes, rompieron en aplausos. Ellos veían la geografía de su país desde el cielo después de 13 años de destierro.
El avión tocó tierra en Santiago y de acuerdo a las autoridades, lo hicieron parquear en el último tramo de la pista de aterrizaje; mala seña.
Desde las ventanillas vimos en el aeropuerto cómo se agitaban banderitas de familiares o amigos de los exiliados que llegaban. Posteriormente, quienes agitaban las banderitas de bienvenida desaparecieron como tragadas por el viento.
Empieza la trifulca
Colocada la escalera de desembarco, subieron unos jóvenes que de ninguna manera, eran un comité de recepción. En efecto, unos 30 o 40 hombres se alinearon en el pasadizo del avión y ordenaron que no se moviera nadie. Empezaron a pedir pasaportes a los viajeros que tenían derecho a descender, mientras los periodistas peruanos y de otros países, con sus máquinas fotográficas, tomábamos de cerca los rostros de los fieros miembros de la CNI, un cuerpo de policías que no creía en nadie.
Rápidamente, entregué mi pasaporte porque quería ser el primero en bajar para fotografiar lo que ya imaginábamos: una seria trifulca.
Cuando me preparaba a tomar las primeras fotografías, dos policías me dijeron que les entregara mi máquina. Les dije que no, por qué, si está prohibido tomar fotos, sencillamente no las tomaré, pero mi máquina no tengo por que entregársela. Pero, ellos estaban furiosos por requisármela y velar el rollo de película. Discutimos acaloradamente. Sin el menor respeto, me jalaban con violencia la máquina que llevaba al cuello. Pese a haberme identificado como periodista peruano, me zarandeaban a su gusto tratando de arrebatármela. Como dos policías no pudieron vencer mi resistencia, acudieron dos más. Entre cuatro y con la furia desatada, ya no pude hacer más. Me doblaron los brazos hacia atrás y me arrancharon la máquina. Logré zafarme y rescatarla nuevamente. Entonces, les propuse: bien, voy a velar las fotos, yo mismo las voy a velar. Abrí la máquina y velé el rollo. Toda la documentación fotográfica se fue al agua y apenas logré salvar un rollo que tomé en Buenos Aires. Antes de bajar del avión, escondí el rollo en mis medias y, luego, se lo pasé al alcalde Barrantes para que me lo guardara. Era el único documento gráfico de ese accidentado viaje al Sur.
Cuando Vargas Sifuentes bajó, también los policías le exigieron que les entregara su máquina, pero además, el casete de su grabadora. También él pugnó por defender sus fueros, pero la policía estaba furiosa y el periodista, impotente de repelerla.
Desde donde me aisló la policía veía que Armida Testino luchaba contra los vándalos en la escalera del avión. Felizmente, en esos momentos bajaba la diputada Urízar. Ella acudió en su defensa y entre ambas lograron salvar el rollo de su máquina y eludir el ultraje. Las hicieron subir a una camioneta celular y se las llevaron al Resguardo. Por allí andaba buscándonos José Romero, Encargado de Negocios de la Embajada del Perú, en Santiago. Él se enfrentó diplomáticamante, pero con energía a los policías.
¿Con qué permiso está usted aquí?, le enrrostraron los policías. Con el de su Canciller, les contestó enérgicamente, Romero. Gracias a su intervención, el problema de Armida Testino e Hilda Urízar se arregló. Posteriormente y porque el embajador Luis Marchand se encontraba en Lima, tanto el Consejero Luis Mendívil, como el Secretario Juan José Calle, estuvieron con nosotros hasta que subimos al avión de regreso a Lima.
Un drama diferente
Mientras tanto, dentro de la nave se vivía otro drama. La policía, en un momento determinado, no dejó que nadie subiera ni bajara. El único peruano que se quedó, junto a los paraguayos, etc., que no tenían por qué bajar, fue Fernando Arias. Su presencia resultó valiosa para los exiliados porque de no haber habido testigos extranjeros, ¿qué habría pasado con ellos?.
Arias hizo todo lo posible por impedir desmanes. O, por lo menos, atestiguarlos. Arias contó que el comportamiento de los exiliados fue sereno, altivo, aunque dramático porque veían que todo su castillo de ilusiones había rodado por los suelos. Cuando Julieta Camposanto, ex senadora de Allende, y muy anciana ya, fue obligada a sentarse a empujones y codazos, ésta le dijo a su cancerbero: eres muy joven todavía, pero cuando tengas hijos, enséñales a no faltarle el respeto a los ancianos. Después, Arias contó que los chilenos hicieron gala de su idiosincrasia fatalista. Una dama envejecida en el exilio, le dijo sarcásticamente a un policía que le buscaba un mejor ángulo para fotografiarla: si no te gustai así, espérate que voy a sacarme un pecho, pue. Al policía no le quedó sino sonreír. Los minutos, las horas, pasaban lentamente. Cuando el jefe de la policía le pidió a Arias que bajara ya, éste aceptó, pero antes, llamó al capitán del avión para solicitarle que hiciera una revisión total de la nave y así evitar, sorpresas en el cielo. Eso se hizo. Entonces, Arias bajó. La responsabilidad de la delegación peruana había concluido.
En general, los personajes políticos que estuvieron dispuestos a realizar gestiones de ingreso de los exiliados, no intervinieron para nada porque desde el primer momento fueron segregados y controlados por la policía. Un cronograma perfecto de “represión a la chilena”.
A las 5.15 de la tarde, hora de Chile, los extranjeros que nos quedamos, vimos que el avión argentino despegó de Pudahuel. Desde los ventanales del comedor del aeropuerto, lo vimos perderse en el cielo. Adentro iban los 28 chilenos que no pudieron entrar a su país. Ahí iban ex ministros de Estado, ex parlamentarios, ex dirigentes sindicales o estudiantiles o simplemente familiares de los comprometidos con Allende, como quien me lo hizo recordar cuando junto a Hortensia, nos pasamos en su casa acompañado por el gran periodista e inolvidable amigo, el “Negro” Genaro Carnero Checa.
No hay mal que dure cien años
Afuera, en Santiago, se realizaba, en esos momentos, el mitin organizado por el gobierno. A través del aparato de la televisión instalado en el aeropuerto, veíamos desfilar a hombres y mujeres, niños o ancianos con sus banderas y sus pancartas vivando al “Excelentísimo señor presidente Pinochet”, como decía el locutor. Aquel agradecía con las dos manos en alto, –la derecha ya sin la venda– con la que apareció el día del atentado.
Algunos de nosotros nos dimos cuenta de que los claveles que recibimos en Buenos Aires, horas atrás, estaban aún lozanos. Como la libertad, era difícil que se marchitaran.
A las 8.30 de la noche, en un avión de AeroPerú –magnífica atención de Luis Alberto Sánchez– en Pudahuel, despegamos rumbo a Lima y luego de perfecta toma de pista en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, todos descendimos maldiciendo al general Pinochet que no permitió que la “Operación Retorno” de los exiliados tuviera un “happy end”.
Pero, todos estábamos seguros de que “Otra vez será”. Como que eso sucedió poque la sabiduría popular es tajante: “No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. Pinochet no duró cien años y nunca general alguno sufrió tanta maldición como éste cuando abandonó el reino.
Y cómo sufre toma de su misma medicina.
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