WALL STREET
Ese día, decidí hacer un recorrido minucioso por Wall Street, aquel famoso barrio de New York ligado a la imagen del dinero, sinónimo de riqueza y opulencia.
Como cualquier mortal, tenía la idea de que iba a ser testigo de las transacciones financieras realizadas a los más altos niveles, que iba a ver las maniobras que hacen los ejecutivos o corredores de bolsa; pensaba que desde algún lugar podría observar cómo corren los ríos de dólares, de marcos alemanes, de yenes japoneses, de libras esterlinas, etc. hacia todos los mares del mundo.
Recuerdo que tomé el subway o metro en Times Square después de observar como cualquier provinciano, los grandes negocios de la pornografía, la explotación inicua de lo sexual; aunque igual que en otras plazas como las de Hong Kong, Copenhague, Bangkok o Manila.
El sexo ya había empezado a dominar con todo furor una parcela muy importante de la vida de los norteamericanos, tal como lo había certificado el Reverendo Brooks R. Walker, cuando en su libro “La sociedad del Adulterio” se refiere, fuera de contexto, a quien “tenga sensibilidad afinada a las expresiones humanas de la catástrofe masiva que en la esfera de la moral parecen sufrir los norteamericanos actuales”.
Importante, porque ya no sólo se trataba de Norteamérica, según Brooks, sino de la moralidad mundial. “Nos parece difícil evitar la conclusión de que en Occidente estamos experimentando la quiebra del sistema moral que en una u otra versión ha guiado a una gran parte de la humanidad desde los tiempos de Moisés”, afirmaba.
Los gringos borrachos
Decía que para ir correctamente a Wall Street desdoblé mi mapa y vi que debía bajar en Sheridan Square; desde allí caminé hasta East Village para ver a los “punks”, esa nueva especie de juventud que se cortaba el pelo al estilo de las salamandras.
Hacía años que había visto “punks” en los países europeos, de tal manera que sus extravagancias no mellaron mayormente mi atención. Más me sorprendí cuando vi a los borrachos de Bowery, porque siempre la idea que uno tiene de un gringo borracho no es la misma que tiene de un cholo borracho.
Tremendo error. Los gringos borrachos no solamente hacen reír sino que lastiman el corazón.
Una vez, al amanecer, me encontré con un borracho inglés en Hyde Park. Rápidamente lo asocié con el Superintendente de la Northern Perú Mining and Company a quien había conocido en las minas serranas de Milluachaqui donde pasaba mis vacaciones escolares y me gozaba llevándoles las portaviandas de comida hasta las puertas de las minas, a Alberto, Constante y Fanor Torres, mis primos mineros, todos muertos ya. Aquel era para todos nosotros, no sólo un superintendente, sino un superman.
Me pareció increíble ver a un inglés durmiendo sobre una banca de un parque público, tapado con periódicos, con los dedos que se le salían por los zapatos rotos, toda una miseria.
No diré el análisis, porque aparecería muy vanidoso, pero sí la reflexión que hice tontamente de esa situación imprevista; estas fue que, mientras la imagen que uno se hace de un gringo es que éste ha nacido sólo para ser gerente y los gerentes se emborrachan sólo con whisky, la imagen que uno se hace de un indio o de un cholo es que éste ha nacido sólo para peón y que se emborracha sólo con chicha o cañazo. Pero, hay sectores sociales como el lumpen, por ejemplo, que tiene carácter universal; por lo tanto, los hombres del lumpen urbano norteamericano que vi esa mañana en Wall Street, no se diferenciaba en nada de nuestro lumpen urbano; son iguales, tienen sus mismas miserias y provocan los mismos ascos o lástimas.
Hice dos o tres conexiones de subway hasta que, finalmente, al medio día llegué a Wall Street. Desembarcamos gentes de toda laya, había comerciantes de medio pelo que portaban cartapacios o folders raídos, hombres negros bien o muy mal vestidos, mujeres gordas y mucho turista que se iba a conocer el purgatorio de Wall Street y luego a santificarse al pie de la Estatua de la Libertad.
Salí del subway como de un socavón. Con lo primero que me topé fue con una iglesia negra, como sobreviviente de un incendio. Por lo general, las iglesias cuando son muy viejas se llenan de un moho verde parecido al del metal, pero esta iglesia estaba impregnada de humo, como carbonizada. Adentro había imágenes y pensé cuán disgustado debería andar Dios por presidir los importantes como sucios negocios de los magnates de las mayores potencias mundiales del dinero.
Wall Street me pareció ominosa, en especial, por la parte que le toca en esto de las deudas del pobre Tercer Mundo. Diferente al resto de Nueva York, aquí veía poca luz como si esto fuera un requisito para realizar algunas transacciones. Recordé que algunos negocios precisan realmente de un antro, de la penumbra, de lugares con poca luz.
Recuerdo de los "Tweens"
Los edificios me parecieron tan altos y las calles tan estrechas que en un cierto momento vi que se intentaban dar de cabezazos. Las construcciones son supermodernas, edificios lineales, como los llamados “Tweens”, -luego borrados por el terrorismo- aunque todavía quedan algunos edificios de bancos con recias columnas de estilo romano o griego.
Había dos o tres grupos de niños que al pie de un monumento parecido a George Washington, devoraban con mucha avidez lo que habían llevado en sus loncheras. Como se recordará, Washington, primer presidente de USA fue muy adinerado y se casó con Martha Dandrige, una bellísima mujer, muchísimo más rica que él.
Wall Street es un atractivo turístico y una curiosidad para los niños norteamericanos. Dije entre mí, de estos grupos que veo hoy día, ¿cuántos volverán a Wall Street convertidos en magnates?.
Eran las 3 de la tarde. Entré a un restaurante barato porque en un cartel callejero promocionaba un menú turístico. Engañifa. Pagué tres veces más de lo que se anunciaba en el cartel, aunque la culpa fue mía porque yo pedí lo que veía que otros pedían incontroladamente. Cuando me trajeron la factura me di cuenta que no siempre vale aquello de a donde fueres haz lo que vieres.
El otro lado de la medalla
Me quiero referir aquí al otro mundo de Wall Street, al mundo modesto, real, humilde, al que palpitaba a ras del suelo. Me quiero referir a los ambulantes a los vendedores de comida al paso, de tacos mexicanos; a los negritos trafacientos que sobre un cajón movible tiran tres cartas y te dicen, vea usted ésta es la que gana, estas otras dos pierden, ¿dónde está la que gana?, 10 dólares, levante, gáneme los 10 dólares, ¿dónde está la que gana?; es decir, la misma promesa que hacen los prestidigitadores de baja estofa en el Parque Universitario u otro parque limeño o de Hong Kong.
Mientras los dólares corrían como ríos subterráneos al interior de Wall Street, afuera, al ras del suelo, los dólares circulaban pero de uno en uno, de mano en mano, sin necesidad de contratos ni de letras.
Los ambulantes vendían desde donuts hasta camisas made in Taiwán, chucherías, artesanías de la Estatua de la Libertad, globos de jebe que parecían hot dogs y máquinas de afeitar desechables, cocacolas de todo tipo, apple-pies, helados y pop corn, todo cuánto se presta para ganarse escasamente la vida, y sólo a diferencia de Lima, con suma tranquilidad porque no tienen quién intente desalojarlos en resguardo del ornato de la ciudad.
Es decir, en el centro financiero del mundo, donde los dólares, los francos franceses, los marcos alemanes, las liras, los yenes japoneses, etc. corren tan crecidos como el Amazonas, la vida, para las grandes mayorías, ruedra sencilla como un arroyuelo y dura como en cualquier lugar pobre del mundo.
Realmente, nada corrompe tanto como el dinero, nada enajena tanto como el dinero, ningún poder es peor que el del dinero y, sin embargo, nada es más apetecible que el dinero. Por eso, en medio de semejante paradoja, nada más hermoso que ver cómo en esa metrópoli del dinero, había aún quien se dedicara a vender flores.
La tarde de mi visita a Wall Street, una vitrina llena de muñecas de plástico y un vendedor de tulipanes gigantes fueron, acaso, el toque de belleza que faltaba para humanizar el mercado del dinero, el otro mundo del Wall Street, mundo al que Dios, desde su iglesia negra donde se encuentra, debe mirar con indiscutible antipatía.
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