RECUERDOS DE ALFRED KINSEY
Mientras me acomodaba a las circunstancias de ese viaje urbano y mientras llegaba a Wall Street, mientras ojeaba las tiendas del sexo, recordé muy nítidamente al doctor Alfred Kinsey, famoso sexólogo norteamericano que en la década del 50, asombró a los Estados Unidos y al mundo, en general, cuando publicó sus estadísticas sobre la vida sexual de los norteamericanos.
Kinsey, luego de certeros seguimientos científicos, de maniobras inauditas, derribó varios mitos pertenecientes al sexo, al mismo tiempo que puso al descubierto datos escandalosos sobre la conducta sexual de hombres y mujeres norteamericanos, su proclividad al desenfreno más que a la inhibición, estadísticas incestuosas, violaciones y algunos otros tipos de aberraciones o juegos eróticos como el de la furiosa “Cama redonda”.
Recordé que una tarde cualquiera, el famoso doctor Kinsey llegó al Perú a conocer Machupicchu, según informaciones torcidas. Los redactores de los tres únicos periódicos importantes de entonces: “El Comercio”, “La Prensa” y “La Crónica”, fuimos a recibirlo al Aeropuerto de La Corpac, ubicado en esos tiempos donde hoy se ubica una moderna Urbanización
Venía acompañado de su esposa, una señora joven que parecía ajena a las correrías sexuales aunque científicas de su marido.
Cuando los reporteros nos acercamos a saludar y entrevistar al doctor Kinsey nos encontramos como ante un impenetrable Muro de Berlín. Nos dijo que nos agradecía la atención, pero que no iba a declarar absolutamente nada, salvo que venía al Perú a tomarse unos días de vacaciones. Por más que insistimos, el doctor Kinsey, sonriendo estereotipadamente tal como sonríen los norteamericanos y, luego de registrarse en la Aduana, nos despidió a los reporteros, tomó un automóvil remisse del Hotel Country Club de San Isidro y se marchó muy raudo.
De vida o muerte
Supongo que cada periodista encargado de la comisión hizo lo mismo que yo: redactar una nota en la que se daba cuenta de la fría llegada del famoso sexólogo en plena moda y entregarla a su Jefe de Redacción. Mi jefe, Pedro Morales Blondet, un hombre joven, gordo, gruñón, literato descuidado, pero con mucho talento u olor para la noticia, no aceptó la carilla escrita que le presenté y me conminó: Usted entrevista al doctor Kinsey o no regresa a la redacción. Arrugó el papel con sus dos manazas de ogro, como era su costumbre, y lo arrojó al tacho de basura.
Me di media vuelta y maldiciendo, maldiciendo, regresé al Country Club porque, realmente, no me quedaba otra cosa qué hacer. Desde un comienzo de mi vida periodística gozaba ya de una pequeña fama como que hacía todo lo posible por no fallar en el cumplimiento de mis comisiones. Ahora, el reto era grave. ¿Cómo entrevistar al doctor Kinsey cuando en el aeropuerto fue terminante al decir que no iba a prestar declaraciones de ninguna naturaleza a nadie bajo ninguna circunstancia?.
Llegué al Hotel de San Isidro y lo primero que hice fue averiguar donde se había alojado. Supe que ocupaba una cómoda suite en el subsuelo.
A las 7 de la noche, envié el primer mensaje con Venancio, un mozo que siempre colaboraba con los periodistas. Regresó para decirme que el doctor Kinsey no iba a atender a nadie. A las 7.30 envié otro mensaje y cerca de las 8, envié el último mensaje en que me jugaba mi destino.
Entre las tarjetas de visita que cargaba en los bolsillos, encontré una que decía: Dr. Manuel Cisneros Sánchez. Al pie, Director de “La Crónica” y luego, la dirección y el número telefónico. El doctor Cisneros no solamente era el director de uno de los tres periódicos más importantes de la época, sino uno de los personajes políticos más influyentes de ese entonces, como que fue hasta Primer Vicepresidente de la República. .
¿Qué me podría ocurrir si me hago pasar por el director de “La Crónica” y a su nombre, le pido una cita especial?, me pregunté angustiado ante la cerrada negativa de Kinsey. ¿Qué pasaría si me recibe? ¿Estaré cometiendo una falta ética injustificable?
Me jugué el todo por el todo. Tomé la tarjeta y al pie de su nombre escribí en inglés, algo así como: saluda muy atentamente al doctor Alfred Kinsey y esposa y le ruega lo reciba unos instantes para saludarlo.
Envié la tarjeta con Clemente, otro huancaino bueno, viejo ya, pero muy conocido y amigo de los hombres de prensa. Clemente subió después de un rato para decirme que el doctor Kinsey me iba a recibir en 15 minutos más.
En efecto, el mismo doctor Kinsey me abrió la puerta de su departamento y me invitó a pasar y sentarme, y luego de presentarse y presentarme a su delicada esposa, a quien parece que hizo levantar de la cama, casi simultáneamente empezó a servir sendos vasos de whisky.
Debí haberme comportado como todo un gentelman para que no se descubriera mi identidad porque en ningún momento noté que lo azotaban vientos de la más leve sospecha, por ejemplo, el reconocerme como uno de los periodistas que acudí a recibirlo a la Corpac o ser un director tan joven y creo que no vestido elegantemente. Al comienzo, nuestra conversación fue convencional, llena de cumplimientos, hasta que luego, tocamos el tema del sexo y de su libro. Simultáneamente, Kinsey, que era un notable bebedor, iba sirviendo el whisky de tal manera que cuando ya eran cerca de las 9 de la noche, yo me encontraba mucho más que medio borracho. Digo así, porque ya por entonces, yo no bebía ningún tipo de licor; lo que me estaba ocurriendo entonces era mortal, sentía que me daba vueltas la cabeza, y que hablaba un inglés nefasto; me sentía un cowboy montando briosos potros de whisky.
Tuve que despedirme aceleradamente y mal que mal llegué a la redacción con la suficiente fuerza de voluntad como para escribir mi turbulenta entrevista.
Al día siguiente, “La Crónica” aparecía con una noticia a todo lo ancho de la primera página con un titular sensacionalista levantado por Morales Blondet, periodista acostumbrado a soliviantar multitudes, titular que decía:
KINSEY VIENE A ESTUDIAR
VIDA SEXTUAL DE LOS INCAS
Así era, en efecto. Kinsey traía mucha inquietud para cosechar materiales que le permitieran interpretar la vida sexual de nuestros antepasados; él sabía mucho ya sobre los “huacos pornográficos” y sobre que nuestros abuelos no fueron unos angelitos, aunque sus prácticas no tenían visos de degeneración sexual. Recuerdo que cuando habló de las prácticas sexuales en el Tahuantinsuyo me pareció que no las comparaba con Sodoma y Gomorra
Aquellos días eran los del mayor regocijo de los periodistas que obteníamos una primicia, es decir, una noticia exclusiva, una noticia que ninguno de los otros diarios la consignara tan pronto como sucediera el acontecimiento. La mía era una primicia de primera categoría.
Me festejaron no bien llegué a la Redacción del diario de la avenida Tacna, al medio día, pero mi alegría interior y me vanidad profesional se frenaron en seco cuando un conserje me alcanzó un encargo eléctrico: El doctor Cisneros quiere hablar con usted, urgente.
Sentí que el mundo se me venía encima, porque me creí descubierto en mi treta; mi temor era la reacción que esto podría causarle al director del periódico. Subí al sexto piso donde tenía su oficina y antes de tocar la puerta, la señorita Maruja Velázquez que estaba haciendo antesala, me sonrió y me dijo, te felicito por la primicia.
Tenía que entrar; no había otra escapatoria. Cuando abrí la puerta, el doctor Cisneros estaba de pie y no bien estuvimos cara a cara no pudo reprimir su alegría y avanzó a abrazarme: Te felicito, Orbegozo, exclamó, te felicito. Muy bien tu noticia. Siéntate y cuéntame cómo obtuviste esta primicia.
La primera impresión que me dio el doctor Cisneros es que sabía lo de la treta. Pero, ¿quién pudo habérselo dicho? No recordaba haberle contado nada a nadie; sin embargo, como un reo al descubierto no me quedó sino sólo decirle la verdad con pelos y señales, o sea, contarle que me había hecho pasar por él para conseguir la entrevista. Cisneros se dio cuenta de que mi actitud no atentaba contra la ética y, entonces, no sólo me disculpó sino que me felicitó nuevamente, brindándome un par más de abrazos. Me despidió con una sonrisa a todo lo ancho de su rostro mofletudo.
Borrachera fatal
Me sentí azorado y estaba por retirarme cuando recordé algo que era mucho más grave de lo que le había dado cuenta. Recordé, como lejanamente, que en medio de la borrachera en que me encontraba la noche de la entrevista, había invitado –a Kinsey y señora– “a almorzar a mi casa” al siguiente día o sea, esa misma mañana en que me felicitaba el director de mi periódico.
Sin molestarse en absoluto, el doctor Cisneros llamó por teléfono a su esposa y le dijo que preparara un almuerzo para cinco personas, que dentro de una hora sería servido en el jardín de su casa. Yo llamé al doctor Kinsey al Country Club para decirle que a la 1.30 de la tarde iría un chofer a recogerlo de su hotel.
A las 2 de la tarde estábamos almorzando juntos, los cinco personajes directos e indirectos de esta farsa de teatro periodístico que yo monté inocentemente, aunque urgido por la amenaza de mi jefe de redacción.
Por mi parte, nunca jamás le revelé a nadie este secreto profesional porque siempre lo consideré un pecado; creo que un exagerado concepto de la ética periodística por la que, desde siempre, sentía enorme respeto.
No obstante, en un medio día de agosto de 1955, en el banquete que todo el personal de “La Crónica”: directivos, periodistas, empleados y trabajadores de talleres, me ofrecieron con motivo de haber obtenido el Premio Nacional de Periodismo de ese año, el doctor Cisneros Sánchez, el mismo director del Diario y gran personaje político como que –repito– llegó a ser Primer vicepresidente de la República en los tiempos del presidente Manuel Prado, en su discurso de ofrecimiento, reveló el secreto que yo tenía guardado como en una caja de seguridad bancaria.
No solamente explicó las causas y fines de mi comportamiento sino que lo justificó. Entonces, mis ex compañeros de trabajo me aplaudieron como no lo había esperado; fue una gran experiencia profesional y humana que me marcó para siempre.
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