EL MUNDO, UN DÍA

Blog del Periodista Manuel Jesús Orbegozo. Este blog se mantendrá en línea como tributo a quien con su pluma forjo generaciones de periodistas desde la aulas sanmarquinas. MJO siempre presente.

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Primero, recorrió todo su país en plan informativo, y luego casi todo el mundo con el mismo afán. Por lo menos, muchos de los grandes sucesos mundiales de los últimos 30 años del siglo XX (guerras, epidemias, citas cumbres, desastres, olimpiadas deportivas, etc.) fueron cubiertos por este hombre de prensa emprendedor, humanista, bajo de cuerpo pero alto de espíritu, silencioso, de vuelo rasante, como un alcatraz antes que de alturas, como un águila, por considerar que la soberbia es negativa para el espíritu humano. Trabajó en La Crónica y Expreso, y más de 30 años en el diario El Comercio como Jefe de Redacción, luego fue Director del diario oficial El Peruano y como profesor de periodismo de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos lo sigue siendo aún después de 30 años seguidos. Esta es un apretada síntesis de la vida de un periodista hizo historia en el Perú y en muchos de quienes lo conocieron. Puede además ver su galeria fotográfica en http://mjorbe.jalbum.net Nota: MJO partio el 12 de setiembre para hacer una entrevista, la más larga de todas. MJO no se ha ido, vive en cada uno de los corazones de quienes lo conocieron.

Wednesday, March 16, 2005

LA LEPRA YA NO ES UN CASTIGO

Historias del mal biblico y de un leprólogo famoso

De cuando la leptra era más temida que la muerte. De cuando la discriminaciòn a los leprosos era inhumana. Yo recuerdo mi contacto con los leprosos y con un médico que dedicó su vida a curarlos. Esta es la breve historia de Oscar Sigal, un médico heróico ya fallecido, de mis cercanias a la lepra y a los enfermos.


Cuando visité Nepal y veía a los numerosos leprosos tendidos a lo largo de las calles centrales de Kathmandú tratando de que advirtiéramos sus mutilaciones para conmovernos y ganarse una moneda tirada con buena puntería a sus tarros de lata, recordé de inmediato lo que me pasó en Lima: acompañar a dos leprosos y luego, entrevistar a un leprólogo, en verdad, experiencias periodísticas inolvidables.
Primero, los sustos que pasé y, luego, el haber conocido al doctor Oscar Sigal, un especilista en el mal de Hansen; pero además, una especie de sabio. El caso sucedió así:

EL HOMBRE
A las 6 de la tarde de un día cualquiera, toqué la puerta de su casa en Navidades 189, Chosica. Un minuto después, tras el ladrido de un joven dálmata de aquellos de las películas de Walt Disney, apareció el doctor Sigal. Se sorprendió de mi visita, porque era inesperada. Me invitó a pasar. Atravesamos un jardín de rojas rosas que a esa hora crepuscular intensificaban su color y ya en la salita, me dijo, siéntese, mientras pidió permiso para cambiarse de pantalón. Había estado con el vestido blanco de faena. Asomó luego con un pantalón de color negro sujeto tímidamente atrás con un imperdible.
Empezaba a conocer a otro hombre, humilde, y por lo tanto, muy cerca a la sabiduría. Por fin, conocía a Sigal a quien, por otro lado, quise hacerle una consulta unos diez años atrás.
Porque resulta que en esas décadas, se encontraba en Lima, un abogado francés que recorría el mundo haciendo campaña contra el miedo bíblico que todavía la humanidad siente por la lepra. En las fotos periodísticas, el francés aparecía abrazando a los leprosos, conversando con ellos, dándoles las manos, y hasta besándolos. Yo me pregunté: ¿y yo, por qué no puedo hacer lo mismo?
Entonces me dirigí al Ministerio de Salud donde esa mañana, el francés Vicent Follereau, sostendría una reunión con el ministro F. Garrido Lecca. Ahí estaba el francés y los leprosos y mientras se pronunciaban los discursos de rigor, me acerqué a dos de ellos y les propuse casi al oído: ¿Quieren salir conmigo a pasear por la ciudad?
Los hombres se quedaron atónitos ante ofrecimiento tan imprevisto como insólito. Me miraron muy sorprendidos y sonrieron. Mi propuesta fue aprobada con creces, porque hacía muchísimos años que no habían salido de su encierro del Leprosorio de Guía, y no conocían Lima.
Había que salir sin que nadie se diera cuenta, proceder como si se tratara de “El Gran Escape”. Efectivamente, tomamos la escalera en vez del ascensor y en pocos minutos estuvimos en la calle. Los hice subir a mi automóvil, uno se sentó a mi lado y el otro, atrás. Me di cuenta de que a ambos les faltaban algunos dedos y, según ellos, la lepra había sido frenada. Muy contentos, enrumbamos al centro de la ciudad. Ellos, que eran de la selva, nunca habían visto Lima y todo los deslumbraba. Cuadré el automóvil en los alrededores de la Plaza de San Martín y empezamos a caminar a pie. Sintieron sed. Nos sentamos en el Bar Zela y quisieron beber un vaso de cerveza, pero yo andaba sin dinero y sólo tenía para pagar coca-colas. En la foto de ese encuentro aparecida en la revista “Caretas”, se les ve a los leprosos en mi compañía.
Del Bar Zela, llamé a la redacción de “Caretas” para que enviaran un fotógrafo, que no demoró para registrar el acontecimiento. Luego, nos fuimos a pasear por el Jirón de La Unión, que ellos no habían visitado nunca. Los hombres estaban muy contentos. De pronto encontramos a un grupo de periodistas que charlaban frente al local del diario “La Prensa”. El periodista Pedro Felipe Cortázar se acercó a saludarnos, a mi ya mis acompañantes y, a pesar de que la culpa no fue mía, cuando se enteró de que estos eran leprosos, no me dirigió la palabra por más de un año. Pedro Felipe, de puro cortés, pero ignorante del caso, se adelantó y les dio la mano a los leprosos sin que yo pudiera evitarlo.
Escribí la crónica de esa breve aventura en la revista citada que, con dos fotografías, una a toda página, fue publicada ampliamente. Allí, relataba mi encuentro con los leprosos y el drama que se suscitó cuando uno de ellos llegó a visitar a su familia. Recuerdo que su esposa abrió la puerta de su casa después de preguntar “¿quién es?”, pero luego de darse de sopetón con la cara de su esposo, cerró violentamente la puerta, como si en vez de ver a un leproso hubiera visto al demonio. Nos miramos entre nosotros. El dobló la cabeza, lloró y se quejó amargamente. "¿Ya ve, usted? –dijo el hombre–, nosotros estamos muertos en vida".
Muy tarde ya, nos despedimos luego de haber vivido una de mis más patéticas experiencias periodísticas y de haberle regalado un rato de placer a los leprosos.
Pero mi caso no quedó ahí. Como se sabe, el virus de la lepra se puede incubar en un mes, en un año o en diez años. Yo me quedé con esa idea y no obstante de que mi mujer desinfectó rigurosamente mi automóvil, siempre vivía pensando en la lepra.

PARA MORIRSE DE RISA
Un día me levanté muy temprano y cuando me iba a lavar la cara vi una gran mancha roja que comenzaba en mi codo y terminaba en mi muñeca. Me quedé espantado. Me puse mi camisa aceleradamente en silencio, y en vez de salir como todos los días a buscar noticias, con el corazón en la boca me dirigí rumbo al famoso Leprosorio de Guía. Yo me preguntaba a mi mismo: “¿Debo ir a un leprólogo o debo quedarme en silencio?. Pensé en mi gran amigo, el doctor Hugo Pesce o, por supuesto, en Sigal, director de ese Leprosorio. Me dio mucho miedo tocar su puerta.
Al siguiente día, debería ir a buscar a Sigal, pero mientras lo esperaba me fui poblando de ideas tétricas, me veía ahí, adentro, encerrado de por vida. Transpiraba pensando en mi futuro, calculaba mi vida dentro del Hospital, me parecía oler el formol detestable, ver las gasas, las pinzas; era para salir corriendo.
Le dije a mi mujer: mira esta mancha que me ha aparecido en el brazo. Ella ya la había visto y lo primero que pensó fue que era lepra, aunque no me dijo nada para no alarmarme. Acordamos en que debía ir a consultarle a un médico de la Asistencia Pública y después a Sigal.
El final fue feliz. Mi gran susto pasó a la historia en un minuto: porque mi diagnostico fue que se me habían roto pequeños vasos arteriales y la sangre se había derramado a lo largo del brazo.
De todos modos, me pasé el gran susto de mi vida por intentar “hacer noticia” aunque fuera buscando el protagonismo. Lo importante, como tituló CARETAS a mi artículo, era que alguna vez, un periodista caminara “De la Mano con La Lepra”.
Por eso, lo primero que le pregunté a Sigal fue cómo cómo había podido vivir tantos años entre los leprosos sin contagiarse ni temerles.

ILUSTRE HISTORIA
Sigal hablaba con dejo alemán, aunque había nacido en Chiclayo. Cuando tuvo 8 años, su padre, que era ingeniero, lo llevó a Alemania donde pasó los mejores días de su vida como son los de la niñez y la juventud. Estudió en Viena hasta graduarse como médico-cirujano. Pensó en venir al Perú, pero tuvo dificultades para viajar. Anduvo por Barcelona donde permaneció 14 años. Allí aprendió hasta el catalán y de paso conoció a una cubana de grandes ojos vivos que después sería su esposa. Sigal vino al Perú mucho después de la Guerra Civil Española.
Yo inventariaba todo lo que tenía en su salita de recibo tan pequeña como para que vivieran solamente él y su esposa, mientras él relataba a paso ligero, sin detenerse en detalles anecdóticos por más que yo le mostraba mi interés.
Inventarié en la sala: una silla de brazos, una silla común y corriente como un ciudadano; un sofá que hacía esquina, y cuadritos colgando en la pared, crepusculares, delirantes, abstractos, como dijo él; uno, donde se podría señalar la eternidad, el tiempo y la muerte.
Le pregunté cuál es el arte en ese cuadro y el señaló una especie de arpa diluida en sepia, la muerte es la calavera, el tiempo y la eternidad son el color azul. El doctor Sigal, me miró por debajo de sus gruesos lentes cuando le pregunté si creía que hay eternidad; sonrió acaso, porque la pregunta era medio ingenua. El contestó así: “En estos días he leído que los astrónomos acaban de descubrir rayos de astros muy lejanos que partieron hacia nosotros hace más de dos millones de años luz. Yo no sé, no tengo la menor idea de lo que esto significa, no me hago la menor idea de la distancia a la que esos astros se encuentran, sabiendo como todos lo saben que la luz recorre apenas 300 mil kilómetros por segundo. ¿No será eso la eternidad?”, se preguntó Sigal.
El se habría vuelto rico si hubiera abierto un consultorio en Lima y puesto su placa y dicho que estudió en Viena, que sus maestros fueron los profesores Finger y Openheimer, entre otros (ambos de fama mundial) y más que todo, si hubiera ambicionado más el dinero que el hacer bien a sus semejantes. Pero él prefirió irse a refundir en Andahuaylas, Apurímac, donde recién se había descubierto un foco de lepra. Allí estuvo un tiempo hasta que en los años 45, lo enviaron a San Pablo. Hasta entonces, ningún médico había querido ir a refundirse en la selva. Por lo tanto, se convirtió en el primero y único médico residente en ese lugar y por esos tiempos.
Dijo que la lepra es un mal ya vencido por la ciencia. “Le puedo decir que la lepra se cura en un cien por ciento. Ahora, ya no hay que temerle, pues, ha sido dominada. Lo único que debe considerarse es que no se cura en un día o dos, el tratamiento dura años, puede ser dos como puede ser diez. Depende cómo responda cada organismo”.
Entonces, el temor es producto de la ignorancia. “Somos un país subdesarrollado en todas las esferas, como en lo cultural. La gente ignora muchas cosas elementales. Hay enfermos a quienes tenemos que darles sus pastillas en la boca, porque de lo contrario, botan las pastillas, las esconden, malogrando así el proceso de curación. El horror bíblico que se sentía por la lepra ya ha quedado para la leyenda”.
Me explicó que el cáncer, la arteriosclerosis y otras enfermedades podrían ser peores que la lepra, pero para un hombre de sensibilidad social, como el doctor Sigal, sólo había algo peor que el Mal de Hansen: la pobreza.
No le pareció bien que la máxima preocupación de las grandes Potencias fuera seguir preparándose para la guerra. Me dijo, “¿quiere ver un detalle, quiere ver por qué pienso que lo peor que puede ocurrir ahora es la preparación de los países para destruir al hombre?”.
Fue a traer una revista. Mientras yo seguía inventariando sus cosas, qué poco había en las paredes, a mi alrededor. ¿Cuál es lo más valioso, me preguntaba yo, aparte de los modestos cuadritos y sin pretensiones artísticas que pinta en sus ratos de ocio? A mí me parecía que el televisor es mi única distracción –dijo la señora Rosa María Villamil que lo acompañaba aún– porque yo nunca voy al cine, desde hace muchos años.
En la revista científica donde escriben los hombres más entendidos de cualquier país del mundo aparecía un comentario acre, una noticia de las tantas que trascienden, pero a las que a veces no se les da publicidad. “Vea usted –me tradujo– aquí dice que unos biólogos de Estados Unidos están probando un gas letal en un valle de Utha, cuando de pronto, cometieron un error; se les escapó el gas e intoxicaron a personas y aniquilaron a las ovejas de toda la zona. El Estado ha tenido que indemnizarlos a todos por los daños. ¿Cómo puede ser –se preguntó– que los científicos estén haciendo estos experimentos de muerte, en vez de hacer experimentos de vida?”.
Yo le pedí algunas fotografías de sus actividades. Su señora sacó algunas y todo fueron recuerdos de la colonia de San Pablo, de los días y las noches que pasaron allí, de los viajes en canoa, de los enfermos leprosos. A él se le veía muy joven, muy fuerte y además, soñaba con que alguna vez se jubilaría en mejores condiciones, y no como será mañana.
La noche había caído ya y había que despedirse. Jorge Sigal y su señoras no sabían cómo agradecer esta visita que para mí habría sido rutinaria si la calidad humana de mis interlocutores no hubiera estado a la altura de otros personajes (Trimborn, Hemingway, Ungaretti, después, La Madre Teresa o Maria Reiche) a quienes siempre considero –por lo simplemente modestos– cercanos a la sabiduría.
–¿Algo de qué quejarse, doctor Sigal?
–De nada. Me he acostumbrado a no tener muchas necesidades.
Sigal apareció con una botella de licor. Sirvió. Yo no bebo, doctor Sigal –le dije–, pero voy a tomar esta copa de coñac “Domec” (del legítimo) porque como dice Baudelaire siempre hay que beber hasta emborracharse: “Enivrez-vous de amour, de poesíe o de vertú, mais, toujours, enivrez vous de lo que sea, pero siempre ¡“Emborráchate”!.

Traté de hacerlo, entonces, pero sólo por haber conocido a un hombre de la talla de Jorge Sigal, de un sabio o un santo.

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