EL MUNDO, UN DÍA

Blog del Periodista Manuel Jesús Orbegozo. Este blog se mantendrá en línea como tributo a quien con su pluma forjo generaciones de periodistas desde la aulas sanmarquinas. MJO siempre presente.

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Primero, recorrió todo su país en plan informativo, y luego casi todo el mundo con el mismo afán. Por lo menos, muchos de los grandes sucesos mundiales de los últimos 30 años del siglo XX (guerras, epidemias, citas cumbres, desastres, olimpiadas deportivas, etc.) fueron cubiertos por este hombre de prensa emprendedor, humanista, bajo de cuerpo pero alto de espíritu, silencioso, de vuelo rasante, como un alcatraz antes que de alturas, como un águila, por considerar que la soberbia es negativa para el espíritu humano. Trabajó en La Crónica y Expreso, y más de 30 años en el diario El Comercio como Jefe de Redacción, luego fue Director del diario oficial El Peruano y como profesor de periodismo de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos lo sigue siendo aún después de 30 años seguidos. Esta es un apretada síntesis de la vida de un periodista hizo historia en el Perú y en muchos de quienes lo conocieron. Puede además ver su galeria fotográfica en http://mjorbe.jalbum.net Nota: MJO partio el 12 de setiembre para hacer una entrevista, la más larga de todas. MJO no se ha ido, vive en cada uno de los corazones de quienes lo conocieron.

Sunday, March 04, 2007

LOS ÁRBOLES DE SAN FRANCISCO

San Francisco es una de las ciudades más hermosas de los Estados Unidos. Pero, personalmente, creo que su hermosura no radica en el artificio o producto de las manos del hombre. No radica en los rascacielos ni en los puentes de oro ni en las fábricas monumentales ni en las tiendas comerciales que más parecen pequeñas ciudades de aluminio y plexiglas; radica en los árboles que lo rodean, en sus árboles, su vegetación exuberante del mismo color de la esperanza.

Los árboles en San Francisco viven y mueren honrosamente de pie como lo insinuaba Casona, y se encuentran a lo largo y ancho de todo el territorio regional y crecen como debería crecer, por ejemplo, el progreso, sin estridencias ni excentricidades. Ni siquiera como el hombre que crece dividiendo su crecimiento en etapas.
Aquí, los árboles no celebran su quinceañero ni sus bodas de plata ni de oro ni de nada.

Aquí no son jóvenes ni viejos. Aquí, solo son árboles; árboles que crecen en el mayor anonimato y el silencio. Ninguno tiene nombre de héroe ni de villano.
Contemplar un árbol sanfranciscano de vasto tronco y de verdor pudoroso es contemplar o, mejor dicho, aprender a contemplar cómo debe ser considerada la vida sin informarle a nadie que está transcurriendo, sin pasarle la voz a nadie que está ahí, sin hacerse presente a gritos, hey, mírame, aquí estoy yo.
Los árboles de San Francisco están en todo lugar, como Dios. Están en la calle, en la carretera, se reflejan en las vitrinas de las boutiques; están al frente de las iglesias, de las casas, reciben a los catedráticos en las universidades y elogian a los jardines; despiden a los puentes y crecen en los bordes del mar.
Son gruesos o delgados. Jóvenes o viejos. Los árboles de mucha edad no tratan de quitarse los años como las cincuentonas ni presumen de su grosor o de su esbeltez, como las quinceañeras. Cincuenta o cien años o más de edad son lo mismo para un árbol de San Francisco, se comportan como los árboles amazónicos.

Tienen troncos gruesos capaces de ser abrazados por diez hombres o más. Sus troncos, además, son grises y arrugados, parecen hatos de patas de elefantes amontonadas después de un safari.

Si te quedas contemplando un árbol del parque que escojas al azar, lo encontrarás todo sumiso, obediente, silencioso, absorto. Verás con qué generosidad mantiene al resto de su cuerpo, se reparte a todas sus ramas como un correcto padre de familia. El sabe absolutamente bien que todas las ramas que nacen de su tronco solo servirán para prodigar más sombra generosa o acaso acunar nidos.
Tal vez, los hombres de San Francisco les tienen especial estima, los aman, aunque para algunos, de pronto, les deben ser indiferentes. Estos deben saber, sin embargo, que si no fuera por los árboles san franciscanos o no, los huecos negros provocados por el hombre, hubieran proliferado con mayor rapidez que aquella con la que están proliferando ahora. Afirman los científicos que los árboles nos podrían salvar de una catástrofe universal.

Los árboles san franciscanos difieren de muchos otros árboles porque están celosamente cuidados. No son como los de la selva nuestra u otros de otros continentes que crecen a diestra y siniestra, pero como olvidados, como inhumanizados.
Aquí, no. Aquí, he visto jardineros que los podan, los miman, limpian sus troncos como si le estuvieran haciendo la manicure a un viejo en una boutique.

Pareciera que en San Francisco existiera una cultura del árbol o acaso del color verde, que es el de la esperanza. Y un cuidado del árbol para que todos sean buenos, quizá porque el refrán es contundentemente lógico: “Quien a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija”.

Me gusta la bahía san franciscana, sus “freeways”, sus tiendas ilimitadas de comercio, sus mercados de colores, sus dwarfs, sus hippies sobrios y sus gays desesperanzados y sus mujeres de revista, pero más me gustan sus árboles.
Son pacíficos no solo porque están frente al Océano sino porque no le buscan pleito a nadie. Les importa un pepino que ese su vecino lejano aún, sea más esbelto o dé más sombra. No son como su presidente, el señor Bush.

Me gustan las tallas de los árboles y sus talles. Me gustan sus arrugas. En algún recodo vi hormigas caminando apuradas sobre su piel; me hicieron recordar al hombre caminando sobre la piel de la tierra, tan diminutos como para recordarnos que nosotros en el universo, apenas somos hormigas.
A veces, pasaba en el automóvil conducido por mi nieto, pero cuando se detenía frente a un “stop”, me daba por embelesarme ante un árbol, de extasiarme contemplándolo, acaso para envidiarlo o para calcular su edad.
- ¿Cuántos años tiene Ud., señor árbol?.
Me parecía que el árbol centenario solo sonreía ante mi pregunta.

Pensar que uno vive cien años lleno de preocupaciones, dando tropezones a diestra y siniestra, mientras el árbol no se preocupa por nada, él crece solamente, o sea, vive nomás, no tiene más preocupación que purificar el ambiente y dar sombra.
He leído que un pájaro canta no para que se enteren que sabe cantar, sino porque tiene una canción que cantar. Igual que un árbol, y a diferencia de cualquier persona, no creo que el árbol dé sombra esperando recompensa del viajero sino porque no tiene otra cosa qué dar; solo sombra.
Lo cual es un estupendo ejemplo de vida.

Por eso, creo que lo mejor que nos puede mostrar San Francisco son sus árboles. Es decir, es la mejor lección de vida que les debe dar a quienes están cerca a ellos y aún a quienes solo estamos de paso.

No solo de paso por San Francisco, sino de paso por la vida.

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