LOS ÁRBOLES DE SAN FRANCISCO
Los árboles en San Francisco viven y mueren honrosamente de pie como lo insinuaba Casona, y se encuentran a lo largo y ancho de todo el territorio regional y crecen como debería crecer, por ejemplo, el progreso, sin estridencias ni excentricidades. Ni siquiera como el hombre que crece dividiendo su crecimiento en etapas.
Aquí, los árboles no celebran su quinceañero ni sus bodas de plata ni de oro ni de nada.
Aquí no son jóvenes ni viejos. Aquí, solo son árboles; árboles que crecen en el mayor anonimato y el silencio. Ninguno tiene nombre de héroe ni de villano.
Contemplar un árbol sanfranciscano de vasto tronco y de verdor pudoroso es contemplar o, mejor dicho, aprender a contemplar cómo debe ser considerada la vida sin informarle a nadie que está transcurriendo, sin pasarle la voz a nadie que está ahí, sin hacerse presente a gritos, hey, mírame, aquí estoy yo.
Los árboles de San Francisco están en todo lugar, como Dios. Están en la calle, en la carretera, se reflejan en las vitrinas de las boutiques; están al frente de las iglesias, de las casas, reciben a los catedráticos en las universidades y elogian a los jardines; despiden a los puentes y crecen en los bordes del mar.
Son gruesos o delgados. Jóvenes o viejos. Los árboles de mucha edad no tratan de quitarse los años como las cincuentonas ni presumen de su grosor o de su esbeltez, como las quinceañeras. Cincuenta o cien años o más de edad son lo mismo para un árbol de San Francisco, se comportan como los árboles amazónicos.
Tienen troncos gruesos capaces de ser abrazados por diez hombres o más. Sus troncos, además, son grises y arrugados, parecen hatos de patas de elefantes amontonadas después de un safari.
Si te quedas contemplando un árbol del parque que escojas al azar, lo encontrarás todo sumiso, obediente, silencioso, absorto. Verás con qué generosidad mantiene al resto de su cuerpo, se reparte a todas sus ramas como un correcto padre de familia. El sabe absolutamente bien que todas las ramas que nacen de su tronco solo servirán para prodigar más sombra generosa o acaso acunar nidos.
Tal vez, los hombres de San Francisco les tienen especial estima, los aman, aunque para algunos, de pronto, les deben ser indiferentes. Estos deben saber, sin embargo, que si no fuera por los árboles san franciscanos o no, los huecos negros provocados por el hombre, hubieran proliferado con mayor rapidez que aquella con la que están proliferando ahora. Afirman los científicos que los árboles nos podrían salvar de una catástrofe universal.
Los árboles san franciscanos difieren de muchos otros árboles porque están celosamente cuidados. No son como los de la selva nuestra u otros de otros continentes que crecen a diestra y siniestra, pero como olvidados, como inhumanizados.
Aquí, no. Aquí, he visto jardineros que los podan, los miman, limpian sus troncos como si le estuvieran haciendo la manicure a un viejo en una boutique.
Pareciera que en San Francisco existiera una cultura del árbol o acaso del color verde, que es el de la esperanza. Y un cuidado del árbol para que todos sean buenos, quizá porque el refrán es contundentemente lógico: “Quien a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija”.
Me gusta la bahía san franciscana, sus “freeways”, sus tiendas ilimitadas de comercio, sus mercados de colores, sus dwarfs, sus hippies sobrios y sus gays desesperanzados y sus mujeres de revista, pero más me gustan sus árboles.
Son pacíficos no solo porque están frente al Océano sino porque no le buscan pleito a nadie. Les importa un pepino que ese su vecino lejano aún, sea más esbelto o dé más sombra. No son como su presidente, el señor Bush.
Me gustan las tallas de los árboles y sus talles. Me gustan sus arrugas. En algún recodo vi hormigas caminando apuradas sobre su piel; me hicieron recordar al hombre caminando sobre la piel de la tierra, tan diminutos como para recordarnos que nosotros en el universo, apenas somos hormigas.
A veces, pasaba en el automóvil conducido por mi nieto, pero cuando se detenía frente a un “stop”, me daba por embelesarme ante un árbol, de extasiarme contemplándolo, acaso para envidiarlo o para calcular su edad.
- ¿Cuántos años tiene Ud., señor árbol?.
Me parecía que el árbol centenario solo sonreía ante mi pregunta.
Pensar que uno vive cien años lleno de preocupaciones, dando tropezones a diestra y siniestra, mientras el árbol no se preocupa por nada, él crece solamente, o sea, vive nomás, no tiene más preocupación que purificar el ambiente y dar sombra.
He leído que un pájaro canta no para que se enteren que sabe cantar, sino porque tiene una canción que cantar. Igual que un árbol, y a diferencia de cualquier persona, no creo que el árbol dé sombra esperando recompensa del viajero sino porque no tiene otra cosa qué dar; solo sombra.
Lo cual es un estupendo ejemplo de vida.
Por eso, creo que lo mejor que nos puede mostrar San Francisco son sus árboles. Es decir, es la mejor lección de vida que les debe dar a quienes están cerca a ellos y aún a quienes solo estamos de paso.
No solo de paso por San Francisco, sino de paso por la vida.
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